jueves, 1 de enero de 2009

Fantasmas


Abriste los ojos en medio de la penumbra, respiraste soledad. Las tonalidades de una mañana gris, se colaron sin permiso por los recovecos de la ventana.
Desde hace tiempo aquel cuarto se había convertido en una especie de cajita musical, que paradójicamente, enmudeció por el inevitable paso de los años, por las deserciones y por un desmembramiento irremediable.
Acostumbrado a ese déjà vu constante, apoyaste la oreja derecha sobre la almohada que te había cobijado cientos de noches, y lo viste ahí, acostado en la cama contigua. Cubierto por una frazada que se movía al ritmo de su respiración. Una sonrisa reiterada brotó de tus labios. Tu mente volvió a traer a aquel presente sombrío, un cambalache de recuerdos oxidados, que te alegraron el alma en aquel amanecer opaco:
Como si fuera ayer, te encontraste disfrutando de los desvelos dialécticos que hacían juntos, en las noches de verano, con las sábanas sobre los pies, con las cortinas de nylon bailando al compás de sus dicciones, impulsadas por la aplacadora brisa estival.
¡Cuántos recuerdos! ¡Qué reconfortante era oír su voz! Sentirla cada vez más suave y lejana. Tus párpados, perezosos y cansados, se cerraban poco a poco, al escuchar esa canción de cuna en la que se habían convertido sus palabras.
Durante las noches de euforia se batían a duelo con las inofensivas plumas de las almohadas, y luego de la contienda; exhaustos, se acostaban casi hipnotizados a contemplar el brillo de la televisión, que empalidecía con crueldad sus rostros y alumbraba el resto de la habitación con pincelazos blanquecinos.
Al otro día, somnolientos por el desvelo, se enfurecían con aquellos zorzales que anidaban desde la primavera entre medio de las tejas. Entonces, muy a su pesar y del sueño que tenían, se turnaban para acallarlos golpeando con los puños en la madera, para luego volverse a dormir.

Bostezaste largamente. Abriste los ojos buscando de una vez por todas salir de aquella ensoñación. Te extirpaste una lagaña, e hiciste un cuidadoso e innecesario silencio para levantarte sin despertarlo. Sabías que ese sigilo montado era inútil, que no había nadie allí, que no estaba él; pero lo repetías cada mañana respetando aquel acuerdo tácito que habías firmado contigo mismo. Te gustaba vivir de falsas esperanzas.
Cuando tristemente volviste a caer en la cuenta de lo que estaba pasando allí, la buena fortuna o lo que fuera, se apiadó de tu estado de ánimo, y te hizo llegar el lejano sonido de una radio que te alentó a que salieras de esa caja de recuerdos vacía.
Atravesaste el umbral de la puerta con expectación, lo viste inclinado sobre el tablero, con un lápiz en su mano, devorado por su mundo de láminas, planos y maquetas. La música sonaba de fondo. Lo ignoraste tanto o más de lo que él te ignoró a ti.
Fuiste hasta el cuarto de baño, al de costumbre, a aquel cuyo espejo sabía reconocer lo esotérico de tu mirada melancólica y resignada, y no hacía más que consolarte con el brillo de tus propios ojos.
Te enjuagaste la cara, y mientras lo hacías, un delicioso aroma llegó hasta tus narices. Te fregaste el rostro con la pequeña toalla que colgaba a un costado del lavado y te dirigiste a la ventana, con una inocultable sonrisa.
- ¡Es domingo! – Gritaste eufórico. Y tú voz se repitió una, dos y hasta tres veces.
A pesar del eco, un murmullo costumbrista de gentes habitúes, confirmó esa certeza dominical y te alivió el corazón.
Pero antes de bajar corriendo hasta la sala de reuniones, te hiciste el tiempo para divisar la puerta del otro cuarto… Y sí, estaba cerrada.
- ¡Siempre con esa manía de dormir hasta tarde!- Repetiste con falso disgusto. Se te vinieron a la mente las horas compartidas con los videojuegos, con la televisión, los duetos desafinados, los histrionismos irónicos y festivos.
Pero tus pies, que no entendían sobre nostalgias ni viejos recuerdos, no se detuvieron en la contemplación de aquellas diapositivas; más bien saltaron incontrolables, por los peldaños de la escalera, que resonaron gustosos, por todo lo largo y lo ancho de la casa solitaria.

En la cocina estaba ella, con sus brazos de Kali, rodeada por rostros y caras, haciendo un sinfín de menesteres en simultáneo. Ofreciéndose como anfitriona, ultimando los detalles del almuerzo. Oyendo, escuchando, hablando, trabajando. Como lo ha hecho a lo largo de toda su vida.
Sin embargo tratas de evitar aquellas habladurías femeninas, que te aturden y hasta cierto punto detestas, por esa misma razón es que te escabulles hacia el lugar que un día heredarás tú. El calor de las brasas te da la bienvenida, el crepitar del fuego te cobija, se convierte en una música encantadora para tus oídos que, te inmovilizan frente a él.
En un rincón del patio, las doce páginas de un diario pasan y pasan, generando ese sonido tan particular. Los dedos del lector, oscurecidos por los vestigios de tinta y carbón, lo sujetan entretenidos.
Abandonas el fogón, te diriges hacia el verdor del jardín que tanto has cuidado, te sientas sobre el césped recién cortado. Se te llena de pasto el pantalón, y mientras te lo sacudes, se acerca él, el gran compañero en tu niñez y tu adolescencia, moviendo la cola, ofreciéndote su cariño. Le acaricias la suavidad de su pelaje, retribuyéndole los días de camaradería. Se echa al sol, al igual que tu, a la espera de los restos de la comida que serán su comida.
El entrechocar de la vajilla te avisa que el almuerzo está por comenzar, todos bajan y se ubican en sus respectivos lugares, la carne es asaltada de la parrilla y depositada en la mesa. Te levantas, caminas hacia el comedor, y ves a todos ubicados, deglutiendo reuniones familiares pasadas, presentes, pero jamás futuras.
Sonríes con cierta extrañeza, piensas que no sabes porqué es, y te asalta de nuevo esa sensación de déjà vu.
Lo aceptas rendido, te diriges al baño para lavarte las manos, mandato marcado indeleblemente en tu niñez; pero antes de hacerlo te miras en el espejo, y no son tus ojos lo que te devuelve el cristal, sino la nada misma. ¡Ya lo sabías! Sin embargo te sorprende de igual manera. Esperas que el silencio se apodere abruptamente de todo, a que desaparezcan las risas, las voces, la guerra de cubiertos y el aroma a carne asada.
Sales inmediatamente de aquel sitio que te ha helado la sangre por un instante (como siempre) para corroborar lo que sabías que iba a pasar desde el momento en que abriste los ojos, y que decidiste ignorar implícitamente una vez más.
Y entonces encuentras el comedor vacío. No hay nada. Todos desaparecen sin sentido.
-… Aquí vamos de nuevo… – dices con resignación. Te das la vuelta, caminas cabizbajo, arrastrando los pies sobre el piso de madera.
Sólo quieres acostarte. Sólo quieres volver a despertar para verlo a él y a ese grupo de fantasmas que alguna vez llenaron contigo el vacío de aquella desazón.

2 comentarios:

  1. Gusss!! Muy groso! No me había dado cuenta de que habías subido otro! Me encantó!! Un beso grande!

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  2. Gracias Lau! Que bueno que te haya gustado! Este es inédito, lo escribí hace unos meses!
    Prometo subir algún otro en la brevedad...
    Besos

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