viernes, 13 de febrero de 2009

Shopping


Marchaban a paso ligero por el laberinto de autos. El retumbar de sus pasos se mezclaba con el inconfundible sonido de una gotera perdida.
El niño caminaba por las líneas amarillas, imaginando que eran finísimas cornisas y que el resto del suelo no era más que un precipicio sin fin.
- ¡Jorge!... - el pequeño abandonó el juego y miró a su madre con cara de sorpresa - … Te dije que no te alejaras. ¡Ven aquí!
- ¡Sí mamá!
Corrió hasta donde se encontraba la mujer, moviendo los ojos hacia todos lados. Había muchos autos estacionados. Pasó cerca de uno deportivo, estiró la mano y con el dedo índice le tatuó en toda su extensión, una alargada serpiente zigzagueante.
- ¡Jorge! – Volvió a regañarlo – ¡Apurate!
El pequeño se miró la yema del dedo llena de polvo, esperó a que su madre se diera la vuelta y la limpió con ligereza en la aparte trasera del pantalón; luego apresuró la marcha y se puso a la par de ella.
- ¡Hijo! – Empezó a decir con tono conciliador –… esto es un mundo de gente… lo sabes bien. Voy a estar concentrada haciendo las compras y no quiero que te extravíes, ¿Sí?
- Pero…
- Sin peros hijo…
- Es que me aburro… - Le dijo suplicante.
Los censores advirtieron el movimiento, las puertas automáticas que comunicaban el estacionamiento con el patio de compras se abrieron de par en par.
- No, no, no… nada de eso… es muy divertido venir al Shopping.
El nene puso las manos en los bolsillos del pantalón.
- ¡Ufa! – protestó en voz baja.
- ¿Cómo has dicho?
- ¡Nada! – Respondió con la trompa fruncida al tiempo que pateaba un envoltorio de golosinas que había sido abandonado en el suelo.
- ¡Compórtate o se lo contaré a tu padre! – Regañó la mujer mientras se acomodaba los aros de perla que llevaba colgados en las orejas.

Caminaban a paso ligero por los accesos, los piecitos del niño apenas si podían seguir el ritmo de aquella mujer desenfrenada. A lo lejos comenzó a sentirse la estruendosa marcha de consumistas que iban y venían de manera alocada de un local a otro, dispuestos a gastar lo que no tenían para estar a la moda.
Cuando entraron en la galería principal Jorge quiso tomar de la mano a su mamá, pero ésta se la soltó y se perdió con facilidad en medio de aquella marea furiosa, atraída por la belleza centellante que exponían los maniquís en las distintas vidrieras. El chico no se desesperó y para no perderla de vista, fijó los ojos en el sacón de piel de zorro que llevaba puesto.
El huracán de personas soplaba sin rumbo. Muchos distraídos se llevaban por delante a otros y sus semblantes no mostraban atisbos de arrepentimientos ni perdones. El caos circulatorio se mezclaba con el bullicio de aquel millar de personas, que hacía del ambiente un calvario ensordecedor.
Largas colas se formaban detrás de los cajeros automáticos; el patio de comida estaba atestado de feligreses deglutiendo por pura gula manjares de sabor estandarizado. Los salones de belleza sacaban de sus sectores de producción sujetos con los mismos peinados. Flequillos de costado, picos parados, cabellos desmechados y colores impuros.
Jorge trató de abstraerse de toda esa fastidiosa burbuja a la que era llevado casi a rastras, y mientras esperaba a que su madre finalizara las compras, improvisó una pistola con su mano derecha, convirtiendo al dedo índice en el cañón y al pulgar en el martillo percutor.
- ¡Bang! ¡Bang!
Apuntó y disparó contra todos.
- ¡Bang ¡¡Bang!
Se dio la vuelta y vio parado cerca de la puerta del ascensor a un sujeto raro. Llevaba una chaqueta de gabardina negra con cierres en los bolsillos y unos pantalones anchos. Sobre la cabeza tenía puesto un chambergo de corderoy beige.
Jorge reprimió una risita nerviosa. Ese sujeto lo estaba asustando con su sola presencia. Entonces sin pensarlo, estiró el brazo, puso la mano izquierda debajo de la pistola de carne y hueso y, cerrando el ojo derecho, le tiró con picardía.
- Muere canalla.
Siguió martillando el pulgar, deshaciéndose de ese ejército de muñequitos, cuando el agudo dolor de su oreja retorciéndose lo interrumpió.
- ¡Mal educado! Te he dicho mil veces que dejes en paz a la gente.
Una mueca de dolor se le dibujó en el rostro; luego descendió la mirada tratando de evitar el gesto moralista de su represora, quien ya tenía un par de bolsas del patio de compras del cuarto piso colgando de las mangas del sacón de piel.
- Vamos al quinto – dijo, mientras él enfundaba el arma en el estuche del jeans - ¿Ves esa mujer?
Una señora alta llevaba puesto un vestido violeta de seda.
- ¡Por Dios! ¡Quiero uno igual a ese!... Espero que tengan mi talla.
El primogénito se mordió el labio y repuso con inocente ironía:
- ¡Ojalá!

Esquivando todo tipo de obstáculos, llegaron hasta la boca de una de las cientos de escaleras mecánicas que había en el lugar. Los escalones brotaban del piso infinitamente y se elevaban soberbios con sus canaletas de hierro hacia lo alto para perderse nuevamente en las profundidades del infierno.
El flujo de personas en ascenso y descenso era constante. El niño se subió a uno de los peldaños, y esperó impaciente a que se elevara. Luego sacó las manos de los bolsillos y las apoyó sobre la baranda de goma. Miró hacia abajo con unas irresistibles ganas de escupir a alguna de aquellas personitas que se movían como hormigas en la planta baja, pero el poder panóptico de su madre se lo prohibió.
- ¡Que ni se te ocurra Jorge!
Éste zapateó el piso metálico de la escalera automática en una clara señal de protesta. Luego repuso:
- ¡Me aburro!
La mujer, que jugueteaba con las perlas que colgaban de sus orejas, fijó la mirada y su atención en el sinfín de vidrieras del quinto piso, y luego le dijo casi suplicante:
- Un par de tiendas más y nos iremos.
- Está bien.
El ascenso mecánico estaba llegando a su fin y las gradas de hierro volvían a su forma plana original.
- ¡Ojo con los cordones! – Interrumpió la madre.
Este la miró desorientado.
- Salta al final o se tragará tus pies.
Sin detenerse a analizar la veracidad del llamado de atención que le estaba haciendo, pegó un gran salto que lo depositó nuevamente en tierra firme. Ella simplemente dio un paso prolongado y siguió camino por la galería hasta la tienda prometida.
Jorge comenzó a divagar nuevamente, se retrasó unos cuantos metros mientras imaginaba que llevaba puesto unos patines de turbinas supersónicas. Parecía un desquiciado, impulsándose con los brazos mientras arrastraba los pies por el inmaculado piso de mármol.
Lo hacía gustoso y divertido sorteando a ancianos, adultos, adolescentes y niños. Y lo hizo hasta que pasó junto a la vidriera de un local de ropa informal masculina y vio a aquel maniquí. Al principio le resultó muy familiar. Algo de lo que llevaba puesto le traía a la mente otra imagen recientemente vista. Cuando ató los cabos, un pequeño escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Era el sujeto del chambergo de corderoy beige que había visto parado en la puerta del ascensor! ¡Estaba ahí ahora! ¡Postrado detrás del cristal! ¡Con un rostro artificial pero a su vez delineado por facciones humanas!
- ¿Cómo puede ser?
Sintió un poco de miedo, se sacó los patines con la mente y corrió hasta donde estaba su madre esquivando ese inaguantable gentío. No podía dejar de mirar el rostro del muñeco que por momentos parecía tener vida. Ese brillo suplicante que irradiaban sus pupilas era estremecedor.
- ¡Mamá! ¡Mamá!
Un montón de caras se dieron vuelta al sentir los gritos de terror. Eran tan parecidos los unos con los otros, vestidos todos a la moda, con las mismas prendas, luciendo peinados idénticos. Una horda de muñecos consumistas fugada de distintas vidrieras, que se arrancaban las entrañas por poder dar con el perfil adecuado de aquel perverso sistema de imágenes y apariencias.
- ¡Mamá! – Volvió a llamar, mientras estudiaba el perímetro que lo rodeaba.
De pronto tuvo la increíble sensación de que todas las personas a las que había disparado con su arma ficticia en la planta de abajo, estaban allí ahora, exponiéndose detrás del cristal en los distintos negocios de ropa; con sus rostros duros, plastificados; pero con los ojos llenos de vida.

A lo lejos divisó el negocio al que su madre se había dirigido minutos antes, deseosa por adquirir el estrafalario vestido.
- ¡Ahí es!
Entonces aceleró el paso y fue hasta allí, esperanzado por encontrarla y contarle todo lo que había visto, a rogarle que se marcharan de ese espantoso lugar donde las personas se volvían maniquís y los maniquís se volvían personas. No le importó en lo más mínimo que su madre lo volviera a llamar por enésima vez mentiroso, o que le dijera que siempre andaba inventando historias falsas. Lo único que quería, era salir de aquel lugar.
Cuando finalmente llegó al negocio se encontró que adentro del mismo no había nadie, a excepción de la vendedora que cantaba alegre una ignota canción.
- ¡Señora! ¡Señora! – La llamó agitado.
La mujer se dio vuelta.
- ¿Qué pasa amor?
- ¡Mí mamá! ¡Mi mamá!... ¿No ha visto a mi mamá?…
Esta le sacudió la cabeza fraternalmente:
- No, no hay nadie en el local.
Se quedaron los dos en silencio.
- Espero que la encuentres rápido... debo ordenar la vidriera.
Jorge salió corriendo de la tienda en busca de su progenitora y se perdió entre la bruma humana de aquel espantoso Shopping.
La vendedora lo siguió con la mirada unos segundos, luego tomó un maniquí que estaba oculto detrás de los cortinajes de un probador, le sacó el tapado de piel de zorro que llevaba puesto y tras vestirlo con un vestido de seda violeta y arreglarle el par de aros de perla que llevaba en las orejas, lo colocó en la vidriera.