viernes, 20 de marzo de 2009

No correspondidos

Todos en el pueblo conocen mi historia. Tan populares fueron mis infortunios, que nunca faltaron en los guiones de chismes de las abuelas.
Mi nombre recorrió las anchas calles, como una punzante brisa invernal, lastimando a su paso los oídos de aquellos buenos vecinos que se sentaban en las veredas para ver pasar al imbatible verdugo, día tras días. Y los rostros se les agrietaban, sus ojos oscurecían, la postura se fruncía y la vida se les resignaba, pero allí estaban, atentos al soplido de un nuevo viento helado.
El impensado abandono fue como una tormenta de estremecimientos para todos ellos, que murmuraron por lo bajo, rebasados de indignación, lo irrazonable del desamparo de una madre sobre su pequeño hijo. Se vieron más afectados que el mismísimo damnificado (yo) en el día del inicio de su orfandad.
Debo reconocer que aún deambula por los grises de mi memoria, aquella apagada secuencia en la que yo aparecía dando mis primeros pasos, levantando la mirada expectante, buscando el asentimiento de aprobación y orgullo de ella. ¡Qué doloroso fue reconocer su desprecio!
Nunca nadie supo el desconcierto y la desolación que me provocó ver su espinazo huyendo por el horizonte infinito, dejándome allí, en medio de la nada, a la buena de Dios; borrando mi pasado y condicionando mi dudoso porvenir.
Entonces me quedé sentado, percibiendo su partida, sin poder entrar en razones de porqué, de un momento para otro, me encontraba solo en el mundo.
El destino barajó de nuevo. Mis primeros siete años los pasé yendo y viniendo por las interminables calles durantes incontables noches, fisgoneando como rata los residuos de los vecinos, para poder calmar los estragos producidos por el hambre. Pero aquella no fue mi única necesidad, la cruda realidad era que no poseía un sitio adonde ir, y entonces me las arreglaba como podía dentro de mis propias carencias. En los calurosos veranos, sencillamente me recostaba sobre el césped de las plazas y los parques y cuando la lluvia caía del cielo y la temperatura bajaba, trataba de buscar algún refugio, alguna galería o techumbre que me mantuviera a resguardo de las húmedas agujas olímpicas.
Pero aún, ante toda esta adversidad, debo aceptar que conté con algo que me fue ayudando en la supervivencia del día a día: mi carisma. Poco a poco me fui haciendo popular y muy querido por todos los pobladores, que al verme llegar, emitían una enorme sonrisa que me llenaba de alegría el corazón. Ya no se apiadaban de mi infortunio, no era lástima lo que sentían por mí, sino un gran afecto. Me querían realmente. Me invitaban a pasar al interior de sus hogares, me convidaban leche, galletas y yo contento les retribuía el cariño recibido ofreciéndoles lo único que poseía: mi fiel amistad.

A los ocho años conocí un grupo de tres chicos con los que me sentí muy identificado. Salvando pequeñas diferencias, todos habíamos padecido el abandono de nuestros padres. Conocíamos demasiado bien el desahuciado sabor de la orfandad. Creo que ello fue la verdadera causa del fuerte amarre que tuvimos los unos con los otros. Felizmente armamos una fraternidad pura y sincera. A esa altura de mi corta existencia, yo me sentía muy maduro y poseedor de los preceptos básicos, que había obtenido en la calle para poder subsistir. Y entonces, sabiendo que la relación que tenía con mis adorables vecinos nunca iba a convertirse en lo que pretendía, decidí abandonarlos y adopté a estos tres muchachos como mi verdadera familia.
Estuvimos juntos siete años. Nos convertimos en el cuarteto más célebre de la zona. Con sólo vernos, la gente nos regalaba su mejor expresión.
Las tijeras del barbero respondían al automatismo de sus dedos, mientras sus ojos observaban, a través de la vidriera, nuestros increíbles enredos, nuestras inocentes picardías, y distraído, cortaba mechones que caían indiscriminadamente en las blancas cerámicas. También estaba la regordeta mujer de la panificación, que en cada amanecer aguardaba con paciencia, exponiendo su sonrosado rostro a las suaves centellas del sol, a que llegáramos nosotros. Y al advertirnos, nos ofrecía los excelentes manjares de su producción: pastelillos azucarados, con confites y chocolate. Nuestras aguadas bocas se los hurtaban de las manos y, sin siquiera agradecerle, nos marchábamos contentos, saltando por las desoladas calles que, muy perezosas, abrían los lagañosos ojos.
¡Nos divertíamos con tan poco! Recuerdo los calurosos atardeceres estivales en los que nos metíamos, sin prejuicio alguno, en la fuente de la plaza para sosegar el calor. Chapoteábamos durante horas y horas sin parar, causando gran regocijo en los espectadores que se detenían a disfrutar del espectáculo que brindábamos ante ellos. Luego, por las noches, íbamos de ronda por distintas casas para mendigar la cena. Las teníamos marcadas. Nos dividíamos en dos grupos, comíamos e inmediatamente nos congregábamos en el terraplén del tren, para echarnos panza arriba sobre la hierba a hacer la digestión.
¡Sí! ¡Fuimos muy felices durante aquellos siete años! Pero lamentablemente, el funesto hado tocó nuestra existencia, y fue ahí donde pude corroborar lo veraz de aquellas frases triviales que hablaban de la rapidez con la que pasan por nuestra vida los buenos momentos.

Por triste que resulte narrarlo, la historia se volvió a repetir, y la soledad regresó para hacer más acongojada mi vida.
No sé si fue mí inconsciente el que me indujo a olvidar, pero no logro traer a la mente dónde me encontraba la noche en la que Jack arriesgó su vida, cruzando la gran autopista que comunicaba nuestro pueblo con las grandes ciudades del sur. Sólo tuve la intuición, que en un abrir y cerrar de ojos, le nacieron las alas y se elevó hacia el edén como el buen santo que era. Y nosotros, quedamos condenados por su pérdida.
Polly, Gunner y yo supimos que ese era el comienzo de nuestra separación. La que acordamos visualmente el día en que se lo llevaron. Lo sellamos con el silencio tácito de la tristeza. Y así, cada uno siguió su rumbo, desafiando una vez más al destino. El bueno de Poll, emigrando al poblado vecino; el desafortunado de Gunn, encerrado tras las rejas por comportamientos indebidos en la vía pública; y yo, resignándome a una vida de perdición. Fueron los tiempos más oscuros de mi existencia.
Y en aquel momento, me dejé llevar por las sombrías cavilaciones de una mente demasiado perturbada, que a esas alturas no reparaba en nada ni nadie. Perdí la razón del tiempo y del espacio. Fueron siete años en los cuales me vi rodeado por las tan temidas malas juntas. Tenía a mí alrededor esa clase de personas que despertaban, en las calles de aquel infierno grande, un celoso murmullo de reprobación y perjuicio. Pero como dije, ya nada me interesaba.
Fue así como me hundí en las lóbregas trincheras de la promiscuidad, exponiendo mi propio cuerpo a un sinfín de martirios.
Me volví masoquista, disfrutando realmente de las sangrientas riñas callejeras que yo mismo provocada con intencionalidad. Y luego de recibir los afilados golpes, quedaba tirado en el suelo, convaleciente por un par de días. Merecía aquella flagelación y la aceptaba complaciente.
Mi nombre volvió a figurar en los libretos de toda la congregación. Entró sin mucha resistencia en la boca de todos, quienes volvieron a sentir lástima por mí.
Estaba en las últimas, lo sabía, mi intuición me lo indicaba. No iba a poder resistir mucho más así, tan desnutrido, deambulando sin rumbo con mi aspecto famélico, con la piel lastimada y curtida por la inmundicia, cubierta de sarna. Mis días estaban contados, sólo restaba expedir la pena capital.

Pasé la que creía, sería mi última noche, enfrascado en un manojo de pesadillas irreproducibles.
Por la mañana, el cantar de un ave me despertó. Pero no abrí lo ojos. Estaba conciente de lo que me rodeaba en aquel parque, por mis otros sentidos. Distinguí los rayos del matutino sol acariciando mis heridas, el sonido del agua fluyendo por el arroyo hacia su lejana desembocadura. Me quedé unos minutos más en las sombras de mi mente. Había algo raro allí. No sabía con exactitud que era. Olfateé profundamente y lo sentí. Parecían una intensa mezcla floral que invadía todo a mí alrededor. Y lo supe. Era amor. Amor en el aire.
Abrí los ojos entusiasmado. Y la vi a ella, sentada sobre un banco de madera, dedicándome una mirada de ternura. ¡Era tan bella! Sus cabellos castaños, su piel sedosa, sus labios carmesí. Esas preciosas esmeraldas, expresivas por su propia naturaleza, que me observaban de manera especial, y yo, que tan débil y enfermo no podía ponerme siquiera de pie, me dispuse a contemplarla por toda la eternidad.
Pero se levantó. Mí corazón se aceleró desbocadamente. Y vino hacia mí, con su sensual andar. Parecía un sueño, pero era una increíble realidad. Y sin esperarlo apareció, en medio del que yo creía como el crepúsculo de mi vida, lo que siempre había anhelado: un amor, una familia.
Entonces me llevó a su hogar, donde vivía con sus padres y me ofreció todo su afecto, todo su cariño; sanándome las lesiones físicas, extirpando las heridas del alma, alimentándome tenazmente hasta conseguir abrir el apetito a mi desnutrida humanidad. Pude recuperarme gracias a su mano sanadora, a su atención y a la hechizante sonrisa que iluminaba tan angelical rostro.
Nos volvimos inseparables. Durante las primaveras y los veranos, pasábamos gran parte del tiempo juntos, corriendo sin cuidado por los anaranjados ocasos, divirtiéndonos en los arroyos, sofocando el calor. Visitábamos los parques y las plazas diariamente; los sábados por la tarde partíamos con una canasta hacia las sierras, donde nos quedábamos horas y horas contemplado al horizonte mutar. En los otoños, simplemente nos echábamos sobre el follaje y el césped amarillo, a sentir la reconfortante tibieza del sol estacional.
Todo el pueblo estaba al tanto de eso, observando maravillado mi recuperación. Deseando lo mejor para mí, y yo lo tenía: era ella.
La amaba con desvelo. Sin proponérmelo, se convirtió en el último pensamiento de mi mente antes del asalto del sueño, y en el primero en aparecer por las mañanas. Fue el alma que me rescató del mundo de los muertos y que me hizo sentir la grata sensación de estar vivo nuevamente. De poder sentir la brisa sobre el rostro, la luz del sol, el verdor de los árboles, la dulzura de la miel y el sabor del agua.
Pero los años fueron pasando vertiginosamente y me sentí envejecer siete veces más que ella. De pronto entré en un estado de desesperación. Ver las estaciones filtrarse en las arenas cíclicas, consumir nuestras existencias. Debía confesarle mi amor, hacerle saber que yo podía ser el príncipe azul capaz de matar dragones por su amor. ¡Sí! Tenía que proponerle matrimonio. Había guardado silencio durante mucho tiempo. Además, todo ello representaba un desafío personal para mí. Poder demostrarle al mundo que, muy contrario a lo que mi madre había hecho, yo podía ser un buen padre.
Y entonces esperé con ansias a que llegara el primer día de la primavera, a que los jazmines inundaran el aire con su suave fragancia, que las rosas bañaran los parques con su multicolorida alegría. Esperé el melodioso canto del zorzal, el aleteo mágico de las mariposas. Y allí estábamos nosotros, sentados sobre los verdes brotes del césped, en el mismísimo Edén, degustando el sabor particular de la clorofila en el ambiente, mirando la nada, disfrutando de un día brilloso y único.
Debo admitir que en ese momento me hallaba ciertamente abstraído, pensando en la declaración, sumergido en un mutismo que nada tenía que ver con mi personalidad; tratando de seleccionar las palabras más adecuadas para una situación tan especial. Pero de nada sirvió aquel padecimiento, pues mi corazón se le adelantó a la razón y habló por su propia cuenta. Ella se quedó unos segundos en silencio, fijando sus esmeraldas en mí rostro. Luego sonrió y me sacudió la cabeza con ambas manos. Creí que no me había dado a entender, se lo volví a repetir. Me escuchó por segunda vez y vi reaparecer de nuevo esa devastadora sonrisa como una clara señal elíptica. Me había rechazado con un sutil eufemismo.
Desde aquella tarde las cosas entre nosotros comenzaron a cambiar. La noté distante, lejana. Nuestros paseos se hicieron cada vez menos frecuentes. Ya no compartíamos los mismos momentos que otras veces. Muchas noches me percataba, muy angustiado, de sus salidas con aquel célebre muchacho, pero me tragaba cada estremecimiento en lo profundo de mi alma. La había perdido.
Sin embargo, día tras día, por más que la sentía más lejos, trataba de llenarme de optimismo, esperanzado con poder torcer lo esquivo de esta desabrida historia. Mí historia.
Pero lamentablemente, no fue así. Todo se fue al mismísimo infierno aquella anochecida, cuando la encontré espléndida, en la habitación, con un vestido blanco, dotado de una sublime preciosidad, observándose en el espejo, orgullosa y emocionada.
Se marchó con el sonar de las campanadas de la iglesia. Yo me quedé sólo, despojado de todo. La vida misma se había encargado de asesinar mis sueños, una y otra vez. Resignado, me fui a acostar entre la luminosidad de las luciérnagas y el cantar de las cigarras, con un desconsuelo inexplicable. Era el fin.

Pasó un tiempo, y lo paradójico de todo fue, que a la llegada de su luna de miel, regresó por mí.
- ¡Bobby! – Llamaron sus prohibidos labios – ¡Ven! Súbete a la camioneta. ¡Vamos a casa!
¡Esos ojos aceitunados me observaron con tanta ternura! La contemplé embelezado. Su semblante angelical llenó mi corazón. De nuevo sentí esa fragancia en el aire, el amor. No lo dudé un instante. ¡Qué mágico verla de nuevo! En ese momento supe que era capaz de renunciar a todo por estar a su lado ¡Hasta a mi herido orgullo! Y entonces, fui corriendo hacia su encuentro, moviendo la cola descontroladamente, rebosando de alegría, dispuesto a tolerar hasta el infinito los “¡Vaya a la cucha!” de su arrogante marido.