viernes, 27 de noviembre de 2009

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios

Llegué a la fábrica bien temprano, como de costumbre. No pasaban las seis de la mañana, el barrio todavía estaba a oscuras. Las calles desiertas. Recuerdo el frío calándome los huesos, mientras esperaba a que llegara mi patrón o algún compañero para, por lo menos, ponerme a charlar y que así la espera se me hiciera más amena.
En los minutos inmediatos, no ocurrió ni una cosa ni la otra (sobre todo lo de mis compañeros quienes llegaban tarde todos los días). Sólo se aproximó un sujeto desconocido.
- ¿Trabaja acá buen cristiano? - Me preguntó. A mi me sorprendió que el diera por sabido que yo profesaba esa religión.
- Sí - Le respondí de manera cortés.
- ¿A que hora abren las puertas? Me muero de frío.
Lo miré extrañado.
- No sos el único pibe… - A lo lejos las luces de un auto me dieron de lleno en los ojos -… ahí viene mí patrón - Le comenté - ¿Empezás hoy?
- Claro… claro. ¡Gracias a Dios!… - Dijo mirando al cielo que comenzaba a iluminarse tenuemente. Luego hizo un gesto, como reconociendo, o entrando en la cuenta de algo – ¡Sí! ¡Perdón!… soy nuevo...Hoy es mi primer día.
- Bienvenido, entonces - Lo saludé.
- ¡Gracias hermano! – Hermano me dijo justo a mí que parecía ser su padre. Nos estrechamos las manos.
Ese fue el primero de una serie de sucesos.
Una vez adentro, caminamos en silencio por los pasillos del recinto. Nuestros pasos retumbaban llenando el vacío que nuestro mutismo generaba. Yo era el empleado más viejo de la fábrica. Hacía más de treinta años que trabajaba allí y cada vez que se incorporaba una persona, yo era el encargado de mostrarle cada lugar de la empresa, y ponerlo al tanto de cuestiones cotidianas.
Para empezar le mostré donde quedaban los vestuarios:
- Acá nos cambiamos. Uno de esos casilleros de allá están desocupados… podés tomar el que quieras pibe.
Me agradeció, se dio la vuelta, y se sacó la remera para ponerse la camisa de trabajo. Un crucifico de madera colgaba de su cuello. Varias partes de su cuerpo estaban cubiertas por tatuajes que no pude identificar en un primer momento.
- Acá no se ve nada - Comenté haciéndome el distraído. Fui hasta la puerta que comunicaba el vestuario con el sector de producción, y accioné la perilla de otra de las luces.
- Que necio el ser humano, ¿No?... – Lo miré desconcertado, no esperaba una reacción tal -... Cree depender de la luz artificial y no se da cuenta que sólo Dios ilumina nuestra vida.
Yo asentí de manera automática como dándole la razón, como dicen que hay que hacer con los locos y luego pensé que los muchachos no iban a tardar mucho en encontrarle un apodo: el religioso, el cura, evangelista, Cristiano, etc...
Saqué de mi casillero la camisa, y mientras abrochaba los botones uno por uno, miraba con cuidadoso disimulo los bosquejos que aquel sujeto tenía impresos sobre la piel.
Debo reconocer que no soy un practicante ferviente, que no rezo muy a menudo y que no voy a una iglesia desde el bautismo de mi hijo hace como treinta y cuatro años, pero pude percatarme de que las insignias que tenía en la espalda eran versículos de la Biblia.
En el pectoral derecho tenía la imagen de Jesucristo y en el izquierdo, caligrafiada con letras góticas, la palabra Fe.
Terminé de cambiarme, y le dije:
- ¡Qué tengas una buena jornada! Ah... en un rato te vengo a buscar para llevarte a una recorrida por la fábrica.
- ¡Está bien! ¡Gracias!
Salí de la dependencia, esquivando los hombros de los compañeros que comenzaban a llegar, y me perdí en mi banco de trabajo, dispuesto a enrollar la mayor cantidad de cobre como me fuese posible. Sí, en eso consistía mi trabajo, bastante monótono por cierto, pero era lo que le había dado de comer a mi familia durante treinta años.

Un poco antes del mediodía, cuando las manos ya casi se me movían de manera automática y empezaba a sentir hambre, fui a buscar al novato para hacerle la visita guiada.
- ¿Vamos a recorrer la fabrica un poco?
- Ah, si... ¡Como no!
Dejó lo que estaba haciendo y se puso a la par mío. La primera parada fue en el comedor.
- Bueno, como verás éste es el comedor – le dije – Allá tenemos una cocina y un microondas para calentar la comida.
- Espero que me dejen bendecir el almuerzo.
Al oír sus palabras, salió de mi boca una risa espontánea. El se mantuvo serio, lo que me incomodó bastante.
En fin, seguimos caminando, pasamos por el depósito donde guardábamos los distintos tipos de carreteles, luego visitamos las oficinas, el sector de producción con sus distintas máquinas y sus variadas funciones, y por último llegamos al sector de desperdicios.
- ¡Cuanta basura! – Dijo horrorizado – Somos los destructores de nuestro propio hogar.
- Es verdad – comenté, como dándole la razón en cierto sentido -... pero nosotros vendemos el desperdicio a un hombre que tiene una planta de reciclaje. Paga bien y el jefe nos da una parte de ese dinero para comprar detergente, azúcar, café, té y todas las cosas que necesitemos.
- ¡Qué bien! – Repuso con una sonrisa – No está todo perdido entonces.
- Así es....Bueno...fin del recorrido. Es hora de comer...
Me despedí y enfilé rumbo al vestuario para higienizarme. Hecho el menester, fui hasta el comedor silbando bajito con la mano en los bolsillos, y a escasos metros, comencé a oír un murmullo. Atravesé el umbral de la puerta y lo vi al pibe, si, al religioso bendiciendo el almuerzo. ¡De no creer! Evidentemente se lo había tomado enserio lo de la bendición.
Las mesas eran largas y de madera, lo mismo que los bancos. Me senté en el lugar de siempre. Estábamos todos ya sentados, y cuando terminó la ceremonia.
-Amén.
Comenzamos a comer y por diez o quince minutos, todo fue silencio. Luego, lo siguió un murmullo leve que fue aumentando en intensidad, todo tipos de temas cotidianos invadieron la mesa hasta que el religioso se puso de pie y buscó acaparar la atención con un nuevo discurso.
- ¡Queridos amigos! – Comenzó diciendo – Quiero agradecerles por compartir la mesa conmigo, y aprovechar para invitarlos a todos ustedes a la casa de Dios…
Nos empezamos a mirar de manera cómplice, algunos estaban desconcertados, no así yo, que ya había tenido una buena dosis de su personalidad, a primera y media mañana.
- Quiero que todos los que tengan un problema, un padecimiento, tengan la oportunidad que tuve yo, refugiándome en los brazos del señor, teniendo fe en El…
Nadie decía nada.
- … ¿Qué mejor que mi propia experiencia para ver el cambio radical que tuvo en mí, esta nueva vida, de fe y esperanza?…
Yo no apostaba nada a la prédica de aquel sujeto. Pero la mayoría de mis compañeros comenzó a prestarle interesada atención a lo que decía:
- Yo andaba por los caminos del pecado. Era una vergüenza para mi familia, mis amigos. Robaba, tomaba, me la pasaba las noches de bar en bar, dándole al trago, flagelando mi cuerpo en la compañía de las mujeres de la noche… No conocía la palabra trabajo, ignoraba lo que era el sacrificio… Así y todo necesitaba dinero para mantener la mala vida. Salí a robar, salía durante el día, para tener unos mangos para la noche…
El sujeto movía las manos con exagerada vehemencia.
-… hasta que un día fui preso, y me di cuenta que todo lo que tenía lo estaba perdiendo. Mis hijos, mi esposa…
Los muchachos ni siquiera parpadeaban.
- … y mírenme, acá estoy junto a ustedes. Un hombre nuevo, hecho y derecho.
Algunos aplausazos aparecieron con timidez, y se confundieron con el timbre que anunciaba el regreso a la labor.
- Recuerden, están todos invitados a ser limpios de corazón, porque sólo así verán a Dios - Dijo y se perdió.
Yo me quedé unos segundos sentado, mientras todos volvían a sus quehaceres. ¿Qué habrá querido decir con eso de limpios de corazón? ¿Acaso yo estaba limpio y libre de los pecados?

Me levanté, tiré los restos de comida al tacho de basura, y me fui caminando hasta el banco de trabajo. Seguía compenetrado en el discurso que acababa de oír. ¿Acaso tendría razón el pibe? Es que había sonado tan convincente.
Empecé a enrollar metros y metros de cable de cobre. Mi cabeza no dejaba de pensar sobre lo que había escuchado al mediodía. ¿Hacía cuanto no iba a la iglesia? ¿Cuál había sido la última vez en que me había confesado? ¿Qué buena acción había realizado durante el día?
Eran las cuatro de la tarde, yo seguía enrollando y enrollando metros de hilos de metal, De pronto me pregunté: ¿Acaso éste trabajo monótono y mal pago, fuera un castigo a mi comportamiento de mal cristiano?
Levanté la mirada horrorizado ante la idea que se me acababa de ocurrir y lo miré a él, en la otra punta de la sala de producción, ensimismado en su trabajo. Lo contemplé con cierto recelo, por unos segundos, y aunque me crean que estoy loco les puedo asegurar que vi como una aureola brillante aparecía sobre su cabeza. Fue una milésima de segundos. Pero crean que lo vi. Él era como un ángel y yo un pagano obsceno y pecaminoso. Me sentí tan bastardeado por la culpa. Me había convertido en el más impío de todo el establecimiento, y comencé a juzgar cada acto propio, uno más blasfemo que el otro.
Entonces algo muy dentro mío me aconsejó que de pronto no sería tan malo ir el domingo próximo a misa, que podría sugerirle a mi esposa lo conveniente que sería para nosotros estar cerca del señor.
Finalmente cuando se hizo el horario de salida fui hasta el vestuario necesitado de una buena limpieza. Me bañé, me cambié y lo esperé en la puerta del vestuario, para comunicarle la feliz noticia de que una vieja oveja volvía al rebaño, que su discurso me había llegado y que me tendría en la iglesia el domingo próximo; pero el pibe no salía de la ducha. Tardaba y tardaba. Yo no quería perder el tren de las seis, y llegar a casa más tarde que de costumbre.
- Mañana le cuento - Me dije y me marché.

Al otro día llegué temprano. Padeciendo el frío hasta en el dedo chiquito del pie. Me recosté sobre la pared a esperar la llegada del religioso. Pasaron los minutos y ni noticias.
A lo lejos vi las luces del auto del jefe. Estacionó de una maniobra, se bajó.
- Buen día - le dije.
- Buen día - me respondió. No llevaba una buena cara. Entonces quise hacer algún comentario que rompiera el frío de la mañana.
- Parece que el nuevo operario se va a sumar al resto… - se dio la vuelta y me miró. No había entendido el chiste -… por lo de llegar tarde.
Mi jefe seguía callado.
Abrió la puerta, desactivó la alarma por medio del tablero digital y finalmente repuso:
- No creo que vuelva.
- ¿Por? ¿No le gusto el trabajo? Se lo veía tan entusiasmado- dije con verdadera inocencia
- Está preso.
- ¿Cómo?
- Lo pesqué llevándose enrollado en el cuerpo metros y metros de alambre de cobre Debajo de la ropa.
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* Este es un pequeño regalo virtual para mi prima Laura que cumple años el domingo.