viernes, 27 de noviembre de 2009

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios

Llegué a la fábrica bien temprano, como de costumbre. No pasaban las seis de la mañana, el barrio todavía estaba a oscuras. Las calles desiertas. Recuerdo el frío calándome los huesos, mientras esperaba a que llegara mi patrón o algún compañero para, por lo menos, ponerme a charlar y que así la espera se me hiciera más amena.
En los minutos inmediatos, no ocurrió ni una cosa ni la otra (sobre todo lo de mis compañeros quienes llegaban tarde todos los días). Sólo se aproximó un sujeto desconocido.
- ¿Trabaja acá buen cristiano? - Me preguntó. A mi me sorprendió que el diera por sabido que yo profesaba esa religión.
- Sí - Le respondí de manera cortés.
- ¿A que hora abren las puertas? Me muero de frío.
Lo miré extrañado.
- No sos el único pibe… - A lo lejos las luces de un auto me dieron de lleno en los ojos -… ahí viene mí patrón - Le comenté - ¿Empezás hoy?
- Claro… claro. ¡Gracias a Dios!… - Dijo mirando al cielo que comenzaba a iluminarse tenuemente. Luego hizo un gesto, como reconociendo, o entrando en la cuenta de algo – ¡Sí! ¡Perdón!… soy nuevo...Hoy es mi primer día.
- Bienvenido, entonces - Lo saludé.
- ¡Gracias hermano! – Hermano me dijo justo a mí que parecía ser su padre. Nos estrechamos las manos.
Ese fue el primero de una serie de sucesos.
Una vez adentro, caminamos en silencio por los pasillos del recinto. Nuestros pasos retumbaban llenando el vacío que nuestro mutismo generaba. Yo era el empleado más viejo de la fábrica. Hacía más de treinta años que trabajaba allí y cada vez que se incorporaba una persona, yo era el encargado de mostrarle cada lugar de la empresa, y ponerlo al tanto de cuestiones cotidianas.
Para empezar le mostré donde quedaban los vestuarios:
- Acá nos cambiamos. Uno de esos casilleros de allá están desocupados… podés tomar el que quieras pibe.
Me agradeció, se dio la vuelta, y se sacó la remera para ponerse la camisa de trabajo. Un crucifico de madera colgaba de su cuello. Varias partes de su cuerpo estaban cubiertas por tatuajes que no pude identificar en un primer momento.
- Acá no se ve nada - Comenté haciéndome el distraído. Fui hasta la puerta que comunicaba el vestuario con el sector de producción, y accioné la perilla de otra de las luces.
- Que necio el ser humano, ¿No?... – Lo miré desconcertado, no esperaba una reacción tal -... Cree depender de la luz artificial y no se da cuenta que sólo Dios ilumina nuestra vida.
Yo asentí de manera automática como dándole la razón, como dicen que hay que hacer con los locos y luego pensé que los muchachos no iban a tardar mucho en encontrarle un apodo: el religioso, el cura, evangelista, Cristiano, etc...
Saqué de mi casillero la camisa, y mientras abrochaba los botones uno por uno, miraba con cuidadoso disimulo los bosquejos que aquel sujeto tenía impresos sobre la piel.
Debo reconocer que no soy un practicante ferviente, que no rezo muy a menudo y que no voy a una iglesia desde el bautismo de mi hijo hace como treinta y cuatro años, pero pude percatarme de que las insignias que tenía en la espalda eran versículos de la Biblia.
En el pectoral derecho tenía la imagen de Jesucristo y en el izquierdo, caligrafiada con letras góticas, la palabra Fe.
Terminé de cambiarme, y le dije:
- ¡Qué tengas una buena jornada! Ah... en un rato te vengo a buscar para llevarte a una recorrida por la fábrica.
- ¡Está bien! ¡Gracias!
Salí de la dependencia, esquivando los hombros de los compañeros que comenzaban a llegar, y me perdí en mi banco de trabajo, dispuesto a enrollar la mayor cantidad de cobre como me fuese posible. Sí, en eso consistía mi trabajo, bastante monótono por cierto, pero era lo que le había dado de comer a mi familia durante treinta años.

Un poco antes del mediodía, cuando las manos ya casi se me movían de manera automática y empezaba a sentir hambre, fui a buscar al novato para hacerle la visita guiada.
- ¿Vamos a recorrer la fabrica un poco?
- Ah, si... ¡Como no!
Dejó lo que estaba haciendo y se puso a la par mío. La primera parada fue en el comedor.
- Bueno, como verás éste es el comedor – le dije – Allá tenemos una cocina y un microondas para calentar la comida.
- Espero que me dejen bendecir el almuerzo.
Al oír sus palabras, salió de mi boca una risa espontánea. El se mantuvo serio, lo que me incomodó bastante.
En fin, seguimos caminando, pasamos por el depósito donde guardábamos los distintos tipos de carreteles, luego visitamos las oficinas, el sector de producción con sus distintas máquinas y sus variadas funciones, y por último llegamos al sector de desperdicios.
- ¡Cuanta basura! – Dijo horrorizado – Somos los destructores de nuestro propio hogar.
- Es verdad – comenté, como dándole la razón en cierto sentido -... pero nosotros vendemos el desperdicio a un hombre que tiene una planta de reciclaje. Paga bien y el jefe nos da una parte de ese dinero para comprar detergente, azúcar, café, té y todas las cosas que necesitemos.
- ¡Qué bien! – Repuso con una sonrisa – No está todo perdido entonces.
- Así es....Bueno...fin del recorrido. Es hora de comer...
Me despedí y enfilé rumbo al vestuario para higienizarme. Hecho el menester, fui hasta el comedor silbando bajito con la mano en los bolsillos, y a escasos metros, comencé a oír un murmullo. Atravesé el umbral de la puerta y lo vi al pibe, si, al religioso bendiciendo el almuerzo. ¡De no creer! Evidentemente se lo había tomado enserio lo de la bendición.
Las mesas eran largas y de madera, lo mismo que los bancos. Me senté en el lugar de siempre. Estábamos todos ya sentados, y cuando terminó la ceremonia.
-Amén.
Comenzamos a comer y por diez o quince minutos, todo fue silencio. Luego, lo siguió un murmullo leve que fue aumentando en intensidad, todo tipos de temas cotidianos invadieron la mesa hasta que el religioso se puso de pie y buscó acaparar la atención con un nuevo discurso.
- ¡Queridos amigos! – Comenzó diciendo – Quiero agradecerles por compartir la mesa conmigo, y aprovechar para invitarlos a todos ustedes a la casa de Dios…
Nos empezamos a mirar de manera cómplice, algunos estaban desconcertados, no así yo, que ya había tenido una buena dosis de su personalidad, a primera y media mañana.
- Quiero que todos los que tengan un problema, un padecimiento, tengan la oportunidad que tuve yo, refugiándome en los brazos del señor, teniendo fe en El…
Nadie decía nada.
- … ¿Qué mejor que mi propia experiencia para ver el cambio radical que tuvo en mí, esta nueva vida, de fe y esperanza?…
Yo no apostaba nada a la prédica de aquel sujeto. Pero la mayoría de mis compañeros comenzó a prestarle interesada atención a lo que decía:
- Yo andaba por los caminos del pecado. Era una vergüenza para mi familia, mis amigos. Robaba, tomaba, me la pasaba las noches de bar en bar, dándole al trago, flagelando mi cuerpo en la compañía de las mujeres de la noche… No conocía la palabra trabajo, ignoraba lo que era el sacrificio… Así y todo necesitaba dinero para mantener la mala vida. Salí a robar, salía durante el día, para tener unos mangos para la noche…
El sujeto movía las manos con exagerada vehemencia.
-… hasta que un día fui preso, y me di cuenta que todo lo que tenía lo estaba perdiendo. Mis hijos, mi esposa…
Los muchachos ni siquiera parpadeaban.
- … y mírenme, acá estoy junto a ustedes. Un hombre nuevo, hecho y derecho.
Algunos aplausazos aparecieron con timidez, y se confundieron con el timbre que anunciaba el regreso a la labor.
- Recuerden, están todos invitados a ser limpios de corazón, porque sólo así verán a Dios - Dijo y se perdió.
Yo me quedé unos segundos sentado, mientras todos volvían a sus quehaceres. ¿Qué habrá querido decir con eso de limpios de corazón? ¿Acaso yo estaba limpio y libre de los pecados?

Me levanté, tiré los restos de comida al tacho de basura, y me fui caminando hasta el banco de trabajo. Seguía compenetrado en el discurso que acababa de oír. ¿Acaso tendría razón el pibe? Es que había sonado tan convincente.
Empecé a enrollar metros y metros de cable de cobre. Mi cabeza no dejaba de pensar sobre lo que había escuchado al mediodía. ¿Hacía cuanto no iba a la iglesia? ¿Cuál había sido la última vez en que me había confesado? ¿Qué buena acción había realizado durante el día?
Eran las cuatro de la tarde, yo seguía enrollando y enrollando metros de hilos de metal, De pronto me pregunté: ¿Acaso éste trabajo monótono y mal pago, fuera un castigo a mi comportamiento de mal cristiano?
Levanté la mirada horrorizado ante la idea que se me acababa de ocurrir y lo miré a él, en la otra punta de la sala de producción, ensimismado en su trabajo. Lo contemplé con cierto recelo, por unos segundos, y aunque me crean que estoy loco les puedo asegurar que vi como una aureola brillante aparecía sobre su cabeza. Fue una milésima de segundos. Pero crean que lo vi. Él era como un ángel y yo un pagano obsceno y pecaminoso. Me sentí tan bastardeado por la culpa. Me había convertido en el más impío de todo el establecimiento, y comencé a juzgar cada acto propio, uno más blasfemo que el otro.
Entonces algo muy dentro mío me aconsejó que de pronto no sería tan malo ir el domingo próximo a misa, que podría sugerirle a mi esposa lo conveniente que sería para nosotros estar cerca del señor.
Finalmente cuando se hizo el horario de salida fui hasta el vestuario necesitado de una buena limpieza. Me bañé, me cambié y lo esperé en la puerta del vestuario, para comunicarle la feliz noticia de que una vieja oveja volvía al rebaño, que su discurso me había llegado y que me tendría en la iglesia el domingo próximo; pero el pibe no salía de la ducha. Tardaba y tardaba. Yo no quería perder el tren de las seis, y llegar a casa más tarde que de costumbre.
- Mañana le cuento - Me dije y me marché.

Al otro día llegué temprano. Padeciendo el frío hasta en el dedo chiquito del pie. Me recosté sobre la pared a esperar la llegada del religioso. Pasaron los minutos y ni noticias.
A lo lejos vi las luces del auto del jefe. Estacionó de una maniobra, se bajó.
- Buen día - le dije.
- Buen día - me respondió. No llevaba una buena cara. Entonces quise hacer algún comentario que rompiera el frío de la mañana.
- Parece que el nuevo operario se va a sumar al resto… - se dio la vuelta y me miró. No había entendido el chiste -… por lo de llegar tarde.
Mi jefe seguía callado.
Abrió la puerta, desactivó la alarma por medio del tablero digital y finalmente repuso:
- No creo que vuelva.
- ¿Por? ¿No le gusto el trabajo? Se lo veía tan entusiasmado- dije con verdadera inocencia
- Está preso.
- ¿Cómo?
- Lo pesqué llevándose enrollado en el cuerpo metros y metros de alambre de cobre Debajo de la ropa.
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* Este es un pequeño regalo virtual para mi prima Laura que cumple años el domingo.

viernes, 23 de octubre de 2009

Hipólito, el pretendiente

La mesa, que era larga y de buena madera, estaba cubierta por un mantel de finísimos lienzos que protegía el exquisito listón de los nocivos efectos gastronómicos. Sobre la superficie de la misma, había esparcidos un sinfín de platos que emanaban una sabrosa mezcla de aromas y olores. Dichos vapores emergían sensualmente a la estratósfera del excéntrico comedor y hacían brotar agua de las bocas de los allí presentes.
Alicia, que estaba sentada a la derecha de su marido, golpeaba con impaciencia sus dedos cargados de oro, sobre uno de los tenedores de plata que habían sido colocados minuciosamente al costado de la costosa vajilla por el personal doméstico.
- ¡Siempre lo mismo con tu hija! – escupió con cianuro.
- ¿Mi hija?... – Preguntó el hombre con clara ofuscación –... Pensé que también era la tuya.
Al oír aquella afirmación, la mujer improvisó una mueca que pudo interpretarse como una sonrisa.
- ¡Mirá! realmente cuando hace ésta cosas, no lo es.
- ¡Ah! Tranquilizate ¿Querés? No te anticipes a los hechos.
- No, no... – Tomó la copa de vino, le dio un pequeño sorbo – yo no me anticipo nada. Ya estoy curada de espanto con sus pretendientes... Primero trajo a un taxista, después a un carnicero...
“Otra vez no” pensó el hombre mientras se mordía el labio inferior.
-... Después trajo a ese cocinero de mala muerte. Todo negrito y chiquito. Ella decía que era chef, pero nos enteramos gracias a Martinita que el muchacho vendía panchos en un puesto de la costanera…
- ¡Mamá! ¡Basta! – Protestó Martina que estaba sentada frente a la mujer – Te dije que no dijeras nada.
- Martinita, no te preocupes.
- ¡Y no me digas martinita! ¡Este año cumplo dieciséis!
- Bueno, como quieras – Levantó de nuevo la copa, apuró el trago – Da lo mismo. Le hiciste un bien a tu hermana.
Martina no escuchó la excusa que le había dado su madre y preguntó con atrevimiento.
- ¿Podemos comer? Me muero de hambre – No esperó respuesta, tomó el tenedor del postre y lo dirigió directamente a los arrolladitos de matambre que había sobre una de las bandejas de plata.
- ¡Martina!... – Gritó el padre furioso. Alicia lo interrumpió.
-... Ese es el tenedor del postre estúpida... ¡Escuchá a tu padre!
Eduardo movió la cabeza hacia los lados.
- Alicia, le iba a decir que esperara a su hermana.
- ¡Ah claro! Si...eh, lo mismo pensaba yo... – La piel bronceada de la mujer y sus labios pintados de un rosa furioso se reflejaron en la hielera donde reposaba el vino - Que buena cosecha ¿No?
Eduardo, que no quería escuchar más a su mujer, sacó el celular del bolsillo.
- Voy a llamarla. Tal vez tuvo un inconveniente con el auto.
- ¡Ay! A propósito del auto. Hoy ví un Jaguar extraordinario... ¡Eduardo, no sabés lo que era! ¿Qué posibilidades hay que puedas comprármelo el mes que viene?
El hombre estaba concentrado en la pantalla del celular...
- ¡Shhhhh! Silencio...- Se quedó unos segundos dubitativo -... ¿Otro auto? Hace seis meses te compré la Cayenne...
- Si, pero ahora la tienen todas las chicas del club...Ya no es original.
- ¿Y mi auto para cuando? – Protestó Martina.
- ¡Jajaja! ¡Escuchala a la mocosa!...
- ¡Este año cumplo dieciséis!
- Hasta los diecisiete no podés manejar hijita - Respondió el padre con afecto mientras intentaba llamar a Luján.
- Obvio que no podés manejar. Además, yo a tu edad andaba en colectivo. Así que…
De pronto, Lujan entró por la puerta del comedor interrumpiendo la perorata de la madre. Estaba acompañada por un muchacho (su pretendiente) de gran estatura, con unos ojos verdes grandotes y pelo castaño.
Los tres se quedaron en silencio, petrificados, mirándolos mientras éstos se sentaban junto a la mesa. Tras unos segundos de incómodo mutismo Martina preguntó:
- ¿Comenzamos?... ¡Ay!
Su madre la había pateado por debajo.
- Martina, por favor, no seas grosera – decía toda sonriente – Luján trajo visita, comportate.
- Gracias mamá, pero no hace falta todo esto. Podemos comenzar cuando quieran – Repuso Luján.
Entonces los brazos abordaron los deliciosos manjares y los sirvieron en sus respectivos platos, a excepción del invitado.
- Hipólito... ¿Qué te sirvo?
- ¡Ah! Que lindo nombre.
- Basta mamá, dejalo tranquilo.
- Luján, no exageremos, tu madre solo le comentó que le parecía lindo su nombre.
Repuso el padre a modo de conciliación. Los cachetes del muchacho se pusieron colorados.
- Gracias señora, disculpe, tan solo soy un poco introvertido.
“Ay, que educado” Pensó Alicia. La situación la estaba entusiasmando.
- Servite – Dijo Luján mientras le pasaba el plato lleno de comida.
- Gracias.
Hipólito miró el plato, y de soslayo observó al resto de los presentes, Alicia no le sacaba los ojos de encima. Dubitativo, estiró el brazo derecho y tomó el tenedor correcto. Alicia sonrió lujuriosamente y le hizo una mueca a Martina “Aprendé”. Martina frunció la boca, juntó las cejas y se puso a comer.

La velada era increíblemente amena hasta que Alicia decidió comenzar con su sutil proceso de investigación.
- Hipólito ¿Qué opinás del país?
- ¡Mamá!
Hipólito sonrió con cortesía, tomó del brazo a Lujan y le susurró que no había problema.
- Yo, querido, pienso de que si el gobierno no se amiga con el campo, no vamos para atrás ni para adelante...
- Y... La verdad que el campo está mal. Uno se la pasa trabajando todo el año de sol a sol y no es mucho lo que se saca.
Alicia se atragantó ante el comentario del muchacho. Tosió, se aclaró la garganta y le dijo a su marido.
- Eduardo, se acabó el vino ¿Me acompañás a buscar otra botella?
El hombre la observó extrañado.
- Pedísela a Marta- dijo con desgano. No tenía la más minima intención de levantarse del asiento.
- Ella no sabe donde están – dijo y le clavó la mirada. Eduardo advirtió el gesto y repuso:
- Si querida – Ambos se pararon – Con permiso – Se disculpó y se dirigieron hasta la cocina.
Eduardo tomó una botella de vino blanco de la heladera.
- Acá está. Es la última... Aflojale querés.
- ¡Sh! – Alicia lo tomó del brazo – ¿Lo viste al chico, no? Es apuesto, debe ser terrateniente. ¿Lo oíste opinar sobre el campo? Tengo que reconocer que me equivoqué. Parece que mi hija nos dio una buena lección.
- ¿Ahora es tu hija? Que cómica que sos, vamos a la mesa por favor.
- ¡Ordinario!

- Perdón chicos, pero sin el vino no puedo seguir.
Alicia se sirvió en la copa y le ofreció a Hipólito.
- Gracias – respondió éste.
La mujer le sonrió exultante.
- De nada... ¡Ay Luján! – Dijo para sacar un tema de charla - ...Hoy le comentaba a tu padre que vi el nuevo Jaguar XJ. Es extraordinario. Podría comprármelo y dejarte la camioneta a vos ¿Qué te parece?
- ¿Y a mí? – Preguntó Martina ofuscada.
- Callate Martinita.
- ¡Martina!
- Me da lo mismo mamá – Repuso Lujan.
Hipólito, a quien el vino comenzaba a hacerle efectos colaterales hizo un comentario al respecto.
- El último Jaguar es un auto espectacular, no solo el diseño, si viera el interior. Asientos térmicos en piel bondgrain, los paneles de raíz de nogal. Ni que hablar la motorización: 5.0 V8
Alicia sonreía libidinosa mientras el muchacho daba cátedra sobre autos.
-... si bien la Cayenne es preciosa, el Jaguar tiene más estilo.
- ¡Ay! Si, si... Eduardo ¿Lo escuchaste a Hipólito? ¡Ese auto es para mí!

Los siguientes veinte minutos el pretendiente se la pasó hablando sobre automóviles. Luján estaba contrariada e inclusive algo nerviosa, por el contrario, a su madre le brillaban los ojos.
- Terrateniente y amante de los buenos autos - Le susurró la mujer al marido mientras Marta servía el postre.
- Disimulá un poquito...
- “Callate”- volvió a decirle en un tono inaudible, luego levantó la voz - Y digan chicos. ¿Dónde se conocieron? ¿Cuándo? Cuente un poco...
Luján quiso responder, pero fue interrumpida por un Hipólito al que el vino le había aflojado la lengua más de la cuenta.
- Las vueltas del destino señora. Con los malos jornales que se pagan en el campo a los peones, me tuve que venir a la ciudad a buscar trabajo, por suerte encontré en el lavadero de la otra cuadra…
Luján sonrió incómoda.
- Si mamá, ahí nos conocimos…mientras Hipólito me lavaba el auto.
Alicia miró incrédula a su marido y olvidándose de los buenos modales y la cortesía, se paró, golpeó la mesa.
- ¡Es tu hija, Eduardo! ¡Definitivamente es tu hija!

viernes, 18 de septiembre de 2009

Caracoles

- ¡Hola!
- ¿Bruto? ¿Sos vos?
- ¡Si!... ¡Sí!... - Reconoció la voz del interlocutor al otro lado del teléfono -… ¿Quién sino?...
- ¡Che! Necesito que vengas a casa urgente.
- ¿Ahora?- Preguntó.
Afuera, en la calle, el viento arremetía con fuerza sobre la copa de los árboles, que se movían de un lado a otro sin parar.
- ¡Sí! ahora…
- Es que…
¡Clic! Luego el tono.
- ¡Me cortó! – Exclamó indignado.
Bruto se levantó del sofá perezoso, con destreza se puso las pantuflas, y esquivando monitores, plaquetas, y teclados, fue hasta el cuarto en busca de un abrigo y un par zapatillas.
Abrió la puerta que daba a la calle, el frío era penetrante. Arrugó el entrecejo, se subió el cuello del saco y comenzó la peregrinación.
- ¡Qué tanta urgencia!... ¿Será por esa plata que le debo?

A Bruto se le vino a la mente, con estremecedora nitidez, la imagen de la noche en que se habían conocido. De eso no hacía más que un par de meses.
Lorenzo se acercó desinteresadamente cuando él estaba discutiendo con el levantador de apuestas.
- ¡Te juro que te pago la semana que viene!
- Eso ya lo venís diciendo desde hace mucho…o pagás ahora o…
- ¿Cuánto es lo que te debe? – Interrumpió una voz desconocida -... Tomá, y lo que queda, ponelo todo al número dos.
Bruto abrió maravillado los ojos ante el gesto noble y desinteresado de su salvador anónimo.
- Pe… pero…- Tartamudeó.
- Está todo bien, soy Lorenzo… hoy es por ti, mañana será mí.
Por vergonzoso que fuera admitirlo, los dos eran apostadores empedernidos de las carreras ilegales de caracoles, que se realizaban a espaldas de la ley, en los oscuros sótanos de la calle suipacha, en pleno centro de Buenos Aires.
- ¡Gracias Lorenzo!
Aquel agradecimiento selló el comienzo de una peculiar amistad… digo peculiar, porque ni uno de los dos sabía mucho de la vida del otro. A excepción de los lugares de residencia y de sus ocupaciones.
Bruto se sorprendía de la ostentosa casa en la que habitaba su nuevo amigo.
- Demasiado para el sueldo de un cartero – Le comentaba, a lo que él respondía.
- Apuestas fuertes al caracol ganador – y le guiñaba el ojo izquierdo.
Y Lorenzo, se sorprendía de la pocilga en donde vivía un técnico en redes.
- Apuestas fuertes al caracol equivocado.

La tarde caía en medio de un escenario desolador y desértico. El asfalto parecía haberse devorado a toda la gente….
- ¡Qué Frío!... – Dijo mientras encogía los hombros -… Soy el único infeliz que sale con éste día. Pero bueno…Ayer fue por mí, hoy es por él. ¡No le puedo fallar!... Quizá, hasta me perdone la deuda.
Las luminarias comenzaban a abrir sus ojos anaranjados. El sol ya se había escondido en el horizonte. La luna, a media altura, lo observaba marchitarse.
- ¡Brrrrrrrrrrrrrrrrr!...
Sus labios relincharon caprichosamente, despidiendo un vapor níveo.
- Sólo un par de cuadras más….
Cada paso de su zapatilla de lona (número cuarenta y cinco), dejaba sobre la vereda una estela de hojas secas, que al ser trituradas, emitían un crujir estentóreo.
- San Lorenzo 2724… ¡Acá estamos!
Se paró frente a la puerta del lindo chalet que tenía su amigo. La caminata le había acelerado el ritmo cardíaco.
- Tengo que hacer más ejercicios… No puede ser que me agite así como si nada.
Estaba por llamar a la puerta, cuando sus dedos lo hicieron dudar, entre tocar timbre, lo cual implicaba sacarlos del reconfortante refugio en el que se habían convertido los bolsillos del saco; o limitarse a gritar.
- Loren…
La puerta se abrió estrepitosamente. Lorenzo puso la mano tibia sobre la boca de Bruto…
- ¡Sh!... Callate... – Susurró. Luego lo tomó por el brazo y lo metió hacia adentro.
Bruto, asustado por toda la situación empezó a repetir hitericamente:
- No tengo la plata, no tengo la plata…
- No, no es eso, ahora tengo que irme…
- ¿Cómo?... ¿A dónde?.... ¿Para que me decís que venga si te vas?
- No tengo tiempo… después te explico. Sólo necesito que te quedes en casa media hora. No más que eso…
- Pero…
-¿Podés cuidarme la casa treinta minutos?
- Si…pero…
- ¡Está bien!
Lorenzo echó un portazo y se perdió en la oscuridad, abrigado con un piloto negro, viejo y desgastado.

- ¡Qué casa!- Dijo Bruto con admiración -… Y pensar que yo tengo alquilar ese departamento mugroso…
Caminó unos metros, se sentó en uno de los sillones de pana y apoyó los pies sobre una pequeña mesa de madera con vidrios. Un cenicero de porcelana cayó sobre la alfombra.
- ¡Uy!...
Pero al rebotar sobre la tela, evitó el estallido.
- ¡No se rompió!
Agarró el objeto, lo colocó en su lugar originario.
A un costado de la habitación, el fulgor del hogar, dibujaba sombras animadas y amorfas sobre el piso. Evadió su vista hacia las llamas, se quedó hipnotizado por el resplandor, un minuto, tal vez dos.
“¿Qué tanta urgencia?”
Salió del trance. Vio la piel de sus manos adquirir nuevamente tonos rosáceos.
- ¡Ah!¡Que bueno!
Giró el rostro hacia la pared que estaba delante suyo. El televisor estaba tan muerto como las hojas que había pisado hacía un rato.
- ¿A ver que hay?
Buscó con la vista el control remoto. Ni rastros. Hizo una nueva búsqueda… Nada.
- Voy a tener que pararme.
Cuando estaba por levantarse sintió una rigidez debajo de su pudor. Llevó con más certeza que curiosidad, la mano derecha hacia ahí.
- ¡Acá está! – Gritó triunfante mientras levantaba el mando del aparato – ¡ON!
La TV se prendió.
De pronto, la pantalla comenzó a parpadear con vértigo: Dibujos animados, paisajes glaciales, hombres de saco y corbata dando las noticias del día, partidos de fútbol…
- ¿Quién estará jugando? – Preguntó sin interés.
Pasaba de un canal a otro, en un zapping casi frenético, sin prestarle atención a nada de lo que emitía la pantalla.
- ¿A dónde habrá ido?... ¿Para que me llama así, como si nada?... ¡Menos mal que no era por la plata!¡Jejeje!
El pulgar dejó de presionar el botón que cambiaba los canales, cuando sus retinas se vieron reflejadas por la placa palpitante de crónica TV.
No tuvo tiempo de leer los títulos, pues el rugido feroz de su estómago llamó poderosamente su atención.
- ¡Tengo hambre!
Bruto fue hasta a la cocina y se sorprendió por lo bien equipada que estaba. Todos electrodomésticos de último diseño. La heladera, el microondas, el horno….
- ¡Un lavavajillas!...- puso los ojos como huevos – ¡Qué bien deben pagar en el correo!
Mientras observaba la ostentación culinaria de su amigo, fue saqueando unas galletitas para la merienda de las siete. Cuando ya se había hecho del botín, tomó una pequeña bandeja, y lo colocó sobre ella.
De pronto, y sin esperarlo, le llegó un sonido, un pequeño golpe. Asomó la cabeza por el umbral y miró hacia la puerta de calle, para ver si Lorenzo había regresado… nada de eso.
- ¡Suerte! – No quería compartir el tentempié con él.
Con la bandeja a cuestas, fue hasta la sala, se sentó frente al televisor. Puso los pies sobre la mesita, esta vez con más cuidado que la anterior, y cuando sus dientes estuvieron a punto de ponerse en acción, de nuevo aquel retumbo. Giró el cuello automáticamente en la dirección que provenía el sonido.
El televisor, por su parte, seguía mostrando la placa con vehemencia, informando sobre la noticia del momento.
Bruto se paró algo fastidioso.
Otro golpe.
- Creo que viene de ahí.
Caminó con sigilo por un delgado pasillo con pisos de parquet, hasta que llegó al pie de la escalera de madera.
Debajo de ésta había una puerta que comunicaba a una especie de cuartito, donde Lorenzo, seguro guardaría todo ese tipo de cosas inútiles.
- ¿Quien anda ahí? – Preguntó con voz entrecortada.
Nada.
- ¿Quién anda ahí?
Otra vez el golpe. Bruto pegó un salto. Se quedó paralizado. Miró hacia los costados. En uno de ellos descubrió un paragüero de bronce estacionado sobre el pie del primer escalón. Ni lo dudó. Con la mano derecha tomó una de las sombrillas, negra y con un pico plateado, bastante estrafalaria. Y entonces, armado, reanudó la marcha.
Llegó hasta la puerta del cuartito y con suavidad colocó una de las orejas sobre la placa de madera.
¡Pum!
De nuevo un salto.
Al cabo de unos segundos, la exaltación que le había provocado el susto desapareció, en aquel momento llevó la mano izquierda hacia la falleba, la giró cuidadosamente. Entornó la puerta con movimientos lentos y pausados, y cuando generó el espacio propicio para que cupiese su cuerpo, emprendió el ataque:
- ¡Ahhhhhhhhhhhhhh! - Gritó.
El cuarto estaba oscuro, pero en la penumbra pudo distinguir al hacedor del barullo.
- Un gato…- dijo con alivio - ¿Un gato?
Sus manos se deshicieron del paraguas para levantar al animalito.
- ¡Ah! ¡Es un gatito siamés!... con lo que me gustan los gatos. ¿Por qué no me contó nada Lorenzo? ¿Habrá salido a comprarle comida? ¡Qué tipo raro!
Con la mano libre cerró la puerta, y se llevó a la mascota hacia el salón, donde la televisión seguía prendida.
Ambos se sentaron, Bruto en el sillón, el gato sobre sus regazos, y sin preámbulos comenzaron la degustación. Papas fritas, galletas de chocolate, bizcochos…
Ya estaban los dos casi satisfechos cuando Bruto tomó el control para comenzar con el zapping frenético. De repente una imagen demasiado familiar, el dedo cambia de botón y retrocede de canal.
- Mirá… Es parecido a vos – le dijo al felino que lo miraba con cara de despreocupación.
Era increíblemente parecido, pero, a decir verdad, pensó: ¿Acaso no son todos los gatos iguales? Siguió la vuelta al mundo en ciento ochenta canales, y al cabo de unos minutos, apareció de nuevo la imagen del gato, esta vez en otro noticiero.
- ¡Qué increíble!... – dijo sin prestarle demasiada atención. De pronto sintió ganas de tomar algo- …Tengo la boca seca, voy a tomar algo… ¿Me acompañas?
Se paró por tercera vez. De fondo, perdidas en la calle, se escuchaban unas sirenas. Se agachó, tomó el control remoto, puso más fuerte el volumen, para seguir la noticia (Aunque mucha atención no le estaba prestando). Y fue caminando hacia el otro lado de la casa.

“Estamos en vivo…” Decía el presentador del noticiero.
- Vamos gatito, quizá tengas suerte y haya un poco de leche…
“… y en directo…”
- ¡Sí! Yo creo que si. Lorenzo debe tener leche…- Repetía entusiasmado mientras llevaba el gato en alzas. De fondo las sirenas se acoplaban con el tono serio del periodista, que salía a grandes decibeles por los parlantes del televisor.
“… desde el hipotético lugar…”
Dejó al felino sobre el piso. Con curiosidad tomó una nota que estaba pegada en la puerta del refrigerador. Luego abrió la heladera. El gato sintió un ruido, sus orejitas giraron hacia la calle, y sin dudarlo se fue.
“…donde el famoso secuestrador…”
Bruto advirtió el gesto, apurado tomó el cartón de leche, luego abrió el papel y leyó: Hoy por ti, mañana por mí. Sonrío por la representativa frase que su amigo Lorenzo le había dejado imantada en la heladera.
“…de mascotas tiene de rehén a un gato siamés…”
El técnico en redes, salió de la cocina.
“… Michelle, su ultima víctima…”
Pasó junto a la escalera, se sorprendió ante el resplandor azul que entraba por las ventanas. El sonido del televisor estaba muy alto. El ruido de las sirenas parecía tan real. Siguió caminando hacia la puerta de entrada buscando al felino… Finalmente lo encontró, junto a una decena de armas que estaban apuntando a él.
- ¡Alto, policía!
Bruto se quedó estupefacto, con el cartón de leche en una mano y el papel con la nota, en la otra.

viernes, 24 de julio de 2009

H1N1

Esa mañana de lunes Jorge se levantó con sueño. A pesar de ello, salió de la cama y de pasada al baño prendió la televisión. Mientras se lavaba la cara, escuchó los títulos del noticiero de la mañana: “Ya son nueve los muertos por la gripe A”. Salió la voz del periodista por los parlantes de la TV.
Desde hacía una semana, cuando se había confirmado el primer caso de influenza en el país, que los medios de comunicación no hablaban de otro cosa. Jorge, que ya estaba harto del asunto, reprimió un repentino impulso de ir y apagar el aparato. Sin embargo aquel titular le trajo a la mente el recuerdo latente de la pandemia y de manera repentina la asoció al dolor de garganta que hacía un par de días venía padeciendo.
- ¿Tendré gripe porcina? – Se preguntó así mismo mientras se palpaba la zona buscando una posible inflamación.
- ¡Na! – Respondió y unas gotitas de dentífrico salpicaron el espejo.
Jorge había decidido no caer en esa paranoia colectiva. Fue por eso que desde el primer día había intentado no prestarle el más mínimo interés, aunque los Mass medias hicieran todo lo posible porque lo tuviera muy presente.
Luego del aseo matutino, se sentó a la mesa, apagó el televisor con un control remoto y con el otro prendió la radio: “Gripe porcina: Consejos útiles para evitar el contagio. En caso de encontrarse en una situación límite y no tener un barbijo a mano, use el cuello de su abrigo, la bufanda...” Dijo la locutora con autoridad científica.
Rendido definitivamente ante el monopolio, Jorge se resignó y desayunó con la radio de fondo. Después de un rato agarró la mochila y se fue a tomar el colectivo.
Hacía bastante frío en la calle, volvió a recordar el dolor de garganta, y automáticamente se acomodó la bufanda que llevaba en el cuello. Caminó casi una cuadra soportando los embates del frío, llegó a la parada, apoyó la espalda contra la pared y mientras esperaba el colectivo se entretuvo leyendo los titulares de los diarios: “Nuevos decesos por gripe A” “El gobierno evalúa decretar emergencia sanitaria” “Posible adelantamiento del receso escolar” “Cerrarían cines y teatros”.
Se dio cuenta de que todos los titulares eran más de lo mismo. Como si el repartidor no hubiese traído los diarios de ese día y el canillita estuviera obligado a vender los de la jornada anterior. A lo lejos se escuchó el inconfundible motor del colectivo que se acercaba por el adoquinado de la calle. Jorge dejó a un lado los matutinos, se subió, sacó boleto y fue a sentarse al fondo.
Contrariamente a todas las mañanas, la ciudad parecía estar vacía. Los carteles sobre posibles prevenciones comenzaban a adornar las calles. Jorge trató de ignorar todo ese maquillaje cosmopolita improvisando una efímera siesta, pero un par de cuadras antes de bajar, un muchacho de aspecto famélico se paró a su lado aferrándose con las dos manos al pasamano. Es que el chofer estaba apurado y el vehículo se asemejaba más a un zamba que a un transporte público. En fin, la cuestión fue que el muchacho empezó a toser horrorosamente. Jorge se molestó un poco por ello, levantó el perfil y le propinó una mirada inquisidora; pero aquel que parecía estar más dormido que despierto, no la percibió.
Entonces muy a su pesar, Jorge se acordó de los consejos que había dado la locutora radial y se llevó la bufanda hasta la nariz, tratando de protegerse.

A eso de las nueve llegó a la oficina y en vez de ir directamente hacia su escritorio, se descubrió en el baño lavándose las manos con abundante agua y jabón. Se le escapó una risa irónica: “Me estoy volviendo loco” pensó mientras se miraba al espejo.
- Aunque un poco de higiene nunca viene mal.
Promediando la mañana, cuando ya había chequeado cantidad de mails sobre la gripe porcina, algunos de ellos informando correctamente sobre las prevenciones que había que tomar para el caso; y otros contando sobre conspiraciones terroríficas de grandes laboratorios; llegó su jefa.
Jorge, que estaba concentrado leyendo un mail que informaba que las personas sanas al usar barbijos se vuelven más proclives al contagio - contradiciendo rotundamente a la locutora de la radio -, pegó un salto del susto.
- ¡Hola Susana! – Saludó y se acercó hasta la mujer para darle un beso.
- No, no... Está bien, por un tiempo hay que evitar este tipo de contactos...
Jorge sonrió de compromiso sin entender bien lo que quería decirle su jefa. Ella se percató del desconcierto.
- Por la influenza.
- ¡Ah! ¡Claro! Perdón...
Volvió a sentarse frente a la computadora, abandonó las cataratas de mails y se puso a trabajar.

Cerca del mediodía Jorge salió a almorzar con dos compañeros de oficina. Comer afuera era un buen modo de combatir la apatía del lunes.
Se sentaron en la mesa de siempre.
- Mirá – Dijo uno de los compañeros sonriendo y levantando con la mano una botellita plástica con alcohol en gel. Jorge miró indignado y se mordió el labio inferior.
- Mejor prevenir que curar – le respondió la moza que había notado el gesto de Jorge y que además llevaba puesto un barbijo en la cara - ¿Qué se van a servir?
Jorge ordenó un pollo al horno con papas y los otros dos lo imitaron. Mientras esperaban por sus platos, arriba del mostrador, colgada de unos soportes metálicos, había una televisión cuyo canal sintonizado rezaba con grandes letras rojas: “¡Ya son 10 las victimas fatales!”
Cuando terminaron de almorzar la placa roja había cambiado de número, ahora eran 11 los muertos por la gripe porcina.
Los tres sujetos pidieron la cuenta, pagaron y se dispusieron volver a paso muy lento hacia la oficina, cuando a mitad de cuadra pasaron por una farmacia que tenía un par de letreros en la vidriera que anunciaban: “¡Llegaron los barbijos! ¡Se agotan!” “Hay alcohol en gel”.
Los compañeros de Jorge, Pedro y Pablo, entraron al negocio.
- ¿Qué hacen? – Preguntó – No van a caer en esa...
- ¡Dale! No te hagas el rebelde. Vení y comprá antes que se agoten.
- ¡Dejate de joder!
Dijo ofuscado y siguió caminando hasta la oficina. Ya todo ese asunto lo estaba poniendo de muy mal humor. Ni siquiera el encargado de limpieza de la empresa quiso compartir unos mates a media tarde. “Es por la gripe de los chanchos, no lo tomes a mal pibe”.
Cuando se hicieron las cinco, Jorge buscó escaparle a todo ese enjambre de mentes súper preocupadas por un hipotético contagio y fue directo al club. Un chapuzón en la pileta le haría muy bien para olvidarse de los psicóticos; pero al parecer el miedo por la enfermedad había llegado hasta su propio refugio, y es que en la puerta del lugar había una nota que informaba el cese de actividades por tiempo indeterminado. Jorge, incrédulo, se guardó las ganas de chapotear un rato y se fue hasta su departamento. Abajo en la vereda, como era costumbre, se encontró a Ramón, el encargado, con una escoba en la mano.
- Buenas tardes Jorge.
- ¿Cómo le va Ramón?
- Bien, bien... ¿Le cuento las últimas novedades? – le preguntó casi con desespero. Su indiscreción evidentemente lo dominaba.
- ¿Qué? ¿Un muerto más por la gripe A?
- ¡No! ¡No! Gracias a Dios no se murió aún.
- ¿Quién? ¿Qué pasó? – Jorge se sorprendió - Estaba haciéndole una broma.
- ¡Ah!...Pensé que sabía. El del décimo se agarró la porcina. Fui hasta el chino de la otra cuadra para comprar desinfectantes... Parece que se enteró y subió el alcohol en gel. ¿A usted le parece?
- Y... estamos en Argentina Ramón. No me extraña nada... – respondió Jorge con ironía - ... hablando del chino, voy a comprar algunas cosas. Me parece que esta noche voy a hacerme un guisito de lentejas.
- ¡Claro! Con este frío... ¡Que rico!...
- Si, tal cual... bueno, nos vemos.
- Hasta luego - Saludó el portero y siguió barriendo el polvo de la vereda.
Jorge llegó al mercado, dejó la mochila en un locker. Luego entró y tras saludar a los dueños del negocio se paseó por los pasillos un buen rato.
Tras pasar lista a las fechas de vencimiento de todos los productos perecederos que se estaba llevando se dirigió a la caja, momento en el que se acordó que necesitaba un shampoo. Jorge giró sobre si mismo y caminó hasta el sector de perfumería. Buscó por las góndolas y antes de agarrar lo que necesitaba, sus ojos no pudieron obviar el enorme cartel que exhibía el precio del tarrito de alcohol a treinta pesos.
- ¡Treinta pesos! ¡Qué chino chorro!
Dijo y se quedó unos minutos pensando. De fondo la radio anunciaba una defunción más por causa del H1N1.
- Y bue, no me puedo arriesgar - Dijo con un tono de resignación - El tipo del décimo está infectado.
Entonces tomó el shampoo, el alcohol en gel y finalmente cuando estaba camino a la caja puso en el changuito dos aerosoles idénticos que estaban en oferta y que habían llamado poderosamente su atención.
Al contacto con el lector láser, los dos repelentes contra mosquitos aparecieron en el tablero digital de la registradora por la módica suma de cuatro pesos.
El cajero lo miró a Jorge con cara de circunstancia a lo que él le respondió.
- En septiembre y con el Dengue, estos me los vas a cobrar como veinte mangos.

domingo, 5 de julio de 2009

Messenger


Ese sábado a la tarde, como la mayoría de los sábados a la tarde, su Messenger se encontraba demasiado vacío. No había casi nadie conectado excepto Neo y Poly, a quienes había condenado eternamente al grupo de “Otros contactos” y con los cuales no había hablado en años.
Neo era un técnico en computación, un enfermo de los procesadores y los software, que le había arreglado una vez su computadora y le había sacado casi una semana de su laburo con media hora que le había costado la reparación.
A Poly la conoció en su frustrado paso por la facultad. Habían formado parte de un grupo en sociología con un puñado de pendejos que habían terminado de convencerlo de que lo académico no era lo suyo. No se acordaba bien a qué se dedicaba Poly, ni cuantas veces había chateado con ella. La única certeza que tenía era que cambiaba los nicks a diario y que muchas veces había pensado en eliminarla justamente por eso.
La flechita del mouse pasó revista por todos los grupos que tenía creados en el Msn, y siguió sintiéndose el más solitario de toda la red. Suspiró con fastidio, miró el local completamente vacío, luego se levantó de la silla y fue hasta el mostrador.
- Pibe, ¿Me hacés un cortado? – Sus palabras retumbaron en el negocio desierto.
El chico que atendía el Cyber no lo miró. Tenía los ojos concentrados en el monitor.
Pasaron uno, dos, tres y hasta cuatro segundos:
- Bueno – Le respondió a secas.
- Estoy en la máquina veintidós.
El chico sonrió como un estúpido al leer lo que le aparecía en una de las quince ventanas que tenía abiertas en el Messenger y a los cuatro segundos volvió a hablar en un tono monocorde.
- Está bien...
El hombre regresó a su máquina, sacó un paquete de puchos que tenía en el bolsillo de la camisa y se puso a fumar. Consultó el reloj que tenía en la muñeca.
- ¡Son las dos y media de la tarde! El único infeliz que está conectado soy yo.
De pronto decidió que lo mejor era irse a ver televisión o a dormir una siesta.
Pero justo cuando se estaba levantando para cancelar el café y pedirle al muchacho que le cerrara la máquina, apareció en la pantalla el alerta de un contacto que estaba conectándose. Una tal Debi...
Se sentó automáticamente, clickeó sobre la ventana para ver de quién se trataba.
No pudo reconocerla por la foto ya que era chiquita, “aunque bastante alentadora” Pensó. Entonces se fijó en la dirección de mail como un segundo recurso:
Deborashine@hotmail.com
No tenía ni idea de donde la había sacado. Y es que con tanta gente dando vueltas por Internet, podía tratarse de una amiga de un amigo, de un conocido de un conocido, o alguna persona que había encontrado en alguna página de chat.
Abrió la ventana, estudió un poco más la foto y aguardó que Debi le hablara. Se quedó unos segundos expectante con los dedos sobre el teclado, pero no aparecía ni una palabra en el cuadro de diálogo.
- Mmmm... Le hablo yo.


Leo dice:
Hola...
Debi dice:
Quien sos? Te conozco?
Leo dice:
Puede ser, no se…
Debi dice:
Decime quien sos o te elimino. No me gusta hablar con gente que no conozco...
Leo dice:
Paraaaaaaaaaaa, no te enojés...

Al parecer, ese “pará no te enojés” que Leo le puso, ablandó un poco el corazón histérico y virtual de la muchacha. Del otro lado de la pantalla ella sonrió y las palabras empezaron a fluir.
- Acá tenés.
Era el pibe del Cyber que traía en la mano derecha una taza de café humeante. Ahora el que sonreía como un estúpido frente a la pantalla era Leo, concentrado en el chat frenético que había empezado. El chico no esperó a que el sujeto se deshipnotizara, apoyó el café sobre la mesa y volvió al mostrador para seguir chateando con sus amigos.
Las agujas del reloj comenzaron a pasar más aceleradamente y como si nada se hicieron las cuatro, luego las cinco.


Leo dice:
Bueno Debi...me tengo que ir...
Debi:
Ya?...
Leo dice:
Hace como dos horas y media que estamos chateando...
Debi dice:
Tenés razón...como pasa el tiempo acá, no?
Leo dice:
Si, si...


Y muy a su pesar, Leo se despidió de Débora. Fue hasta el mostrador, pagó las horas que había consumido junto al café y salió al mundo real.

Al sábado siguiente, a las dos y media de la tarde, Leo estaba sentado en la misma máquina, tomando un café, fumándose un cigarrillo, aguardando, esperando.
- No se va a conectar – Susurró.
El pibe del local seguía abstraído en lo suyo, mirando el monitor, sonriendo. Leo estaba intranquilo, su sistema nervioso le pidió otro pucho. Lo sacó del paquete, se lo puso en la boca y cuando estaba por prenderlo, el divino sonido y la pantalla de alertas aparecieron en el margen inferior derecho de la pantalla: “Debi”


Leo dice:
Holaaaaaaaaaaaaaaaaaa
Debi dice:
Hola, como estás tanto tiempo?


Ese fue el puntapié inicial de una charla que duró más de dos horas, y que incluyó interrogatorios de ambos lados. Gustos, hobbies, laburos, familia, amigos. Leo escribía a gran velocidad.

Leo dice:
Cheeee, nunca me dijiste tu edad..
Debi dice:
20


Ese número fue un balde de agua fría para la inseguridad y los treinta y cuatro años de Leo.

Debi dice:
Y vos?


El hombre se quedó pensando, no sabía si mentirle o decirle la verdad.

Leo dice:
30
Debi dice:
Ah, mirá vos...


“¿Qué quiso decir con ese “mirá vos”?” pensó.

Debi dice:
Me gustan los hombres más grandes.

Leo suspiró aliviado y sonrió como tonto. De pronto se sintió tan seguro de si mismo que no sólo pensó que ya se la había ganado, sino que además se creyó con el crédito suficiente para pedirle una foto. Sólo faltaba eso. Si aprobaba iba a proponerle de juntarse en algún lado.

Leo dice:
No tendrías una fotito por ahí? La del msn se ve muy chiquita...jejeje
Debi dice:
A ver...

Leo volvió a sonreír, se frotó las manos y tanteó el paquete de cigarrillos, estaba vacío; pero no le importó en absoluto. Miró la hora, ya casi eran las cinco y media. Hacía un buen rato que estaba ahí.
- Me da la foto y me desconecto – se dijo a sí mismo.
El rostro de una linda chica apareció en la pantalla.
- ¡No se le ve el cuerpo! – Protestó.
Al rato le envió otra donde aparecía de cuerpo entero apoyándose sobre un árbol.
Leo sonrió y escribió “Y si nos encontramos en algún lado en estos días?”, pero al notar que la ventana le avisaba que Debi le estaba escribiendo en simultaneo, decidió no enviar el mensaje y esperar a ver que tenía ella para decir.

Debi dice:
Pasame una tuya...
Leo dice:
Estoy en un Cyber...si querés fijate en mi
espacio.

El pulso se le aceleró. ¿Y si Débora veía sus fotos y se daba cuenta que era un poquito más viejo? O algo peor. ¿Y si no le gustaba? Y al cabo de unos minutos en los cuales ninguno de los dos se mandó mensajes instantáneos...

Debi dice:
y si no vemos hoy tipo 7 y media?

Una mueca de triunfalismo desfiguró el rostro de Leo.

Leo dice:
En un par de horitas? Dale!!!!!


Antes de desconectarse y despedirse quedaron en verse en un barcito de avenida Santa Fe y Callao.
Leo fue corriendo hasta su departamento, se afeitó y se pegó una ducha rápida. Luego buscó un poco de plata que tenía guardada en una lata de Pringles, la guardó en la billetera, y tras apagar todas las luces y cerrar con llave la puerta de entrada, fue caminando hasta la estación de subte. Los veinte minutos que duró el viaje, fueron los veinte minutos más largos de su vida. Los nervios le carcomían la cabeza. El desfile de vendedores ambulantes pudo distraerlo un poco hasta que finalmente llegó a la estación Callao; se bajó del vagón, optó por subir por la escalera mecánica y una vez en la superficie caminó a ritmo moderado por Callao hasta llegar a Santa Fe.

Como muchos bares de Buenos Aires, éste también estaba ubicado en una esquina. Leo se paró en la vereda, miró a través del vidrio para buscar a “Su” cita y en la inspección advirtió que el lugar estaba bastante concurrido. Había parejas de ancianos, grupos de amigos que tomaban cerveza y picaban unos maníes, algún que otro turista, unas chicas que tomaban café con torta; pero de Débora… ni rastros.
Abrió la puerta y esquivó las tres mesas que estaban ubicadas cerca de la entrada, buscó con la vista un lugar un poco apartado, sin tanta exposición. Cuando lo encontró fue a sentarse, desde ahí podía ver el mundo exterior, pero no ser visto con tanta facilidad.
- Mozo – dijo. El mozo se detuvo - ¿Podría ser un cortado?
- Si señor, como no…
Adentro del bar, la acústica no era muy buena, las voces de la muchedumbre se convertían en una especie de orgía sonora para sus oídos, especialmente la de esas mujeres que no paraban de gritar y reírse, sobre todo la del sacón azul que de vez en cuando se daba vuelta para mirarlo.
Leo tomó la taza con el pulgar y el índice y le dio un pequeño sorbo al café, para saber qué tan caliente estaba.
Mientras tanto afuera, cantidad de personas pasaban delante de las vidrieras y ninguna parecía ser Débora. Miró el televisor un poco ansioso para corroborar la hora que marcaba el canal de noticias. Los diez minutos que habían pasado, junto a los gritos de las desaforadas de la otra mesa le ponían los pelos de punta.
- ¡Jefe!- levantó la mano y con un gesto característico murmuró por otro cortado.
Cuando ya iba por el tercer café y estaba dispuesto a reconocer la derrota, la mujer del sacón azul se paró y fue a su encuentro.
Leo quedó desconcertado con la actitud de la mujer, pues en un principio no la reconoció, sobre todo porque la silueta no coincidía con la que había visto hacía un par de horas en la foto.
Leo entrecerró los ojos y con una sonrisa forzada preguntó:
- ¿Débora?
La muchacha rió con inocencia y dos hoyuelos se marcaron en sus mejillas regordetas.
- Je, je... No te reconocí, che...
- Es que te pasé una foto de hace un par de años. No tengo muchas actuales.
- Claaaro, mirá vos… jejejeeeeeh… sentate.
- ¡Gracias!
De pronto y como era de esperarse, se produjo un silencio incómodo que en medio de aquel bullicio no se pareció en nada a un silencio.
- Ehhh, ¿Y que hacías allá con tus amigas? Te dabas vuelta para mirarme y no me decías nada.
Débora sonrió esta vez sin inocencia. De repente los cachetes se le pusieron de un colorado intenso, como si alguien acabara de sopapearla.
- Te estábamos estudiando con las chicas. No podía venir sola, casi que no te conozco.
Leo sonrió incomodo ¡Sin saberlo se había convertido en un objeto de análisis de una logia de come tortas!
- Bueno, me encantó verte, pero tengo que irme. – Dijo Leo. Débora quedó un poco desconcertada y a pesar de ello los hoyuelos volvieron a marcárseles en ambas mejillas – Me había surgido un compromiso de último momento y no quise dejar de verte. Así que dije, paso un ratito aunque sea…Jeje!
- ¿En serio? – preguntó ahora un poco más tranquila. Él no la estaba rechazando, sino que había pospuesto una urgencia solo para verla.
- Si, pero ahora tengo que irme.
- Bueno. No importa, arreglamos para otro día.
Leo se paró, le dio un beso en la mejilla.
- Si, dale, hablamos – dijo y salió disparado por la puerta.

El cyber estaba desierto como todos los sábados a esa hora. El chico del mostrador seguía con atención sus conversaciones. Un poco más alejado, en la máquina de siempre, Leo divagaba con la mirada mientras pasaba revista por su Messenger esperando que alguien se conectara para sacarlo del aburrimiento. El humo del cigarrillo que se consumía solitario sobre un cenicero, se mezclaba con los vapores de un cortado recién servido. Leo tomó la taza por el asa y cuando estaba por darle el primer trago al café, escuchó el sonido de inicio de sesión. De repente una efímera sensación de esperanza le invadió, pero... ¡era Débora! Entonces, su mano buscó desesperadamente el mouse y con rapidez la bloqueó. Cuando recuperó la calma, le dio un sorbo al café, una pitada al pucho y sin remordimiento alguno se embarcó en la espera de algún milagro.

viernes, 12 de junio de 2009

FACEBOOK*


Sonó el despertador, Paula abrió los ojos un poco exaltada y lo apagó inmediatamente. Luego sacó las piernas de la cama y se levantó.
- ¿Qué hora es? – Preguntó con voz ronca su marido, que tenía la almohada atravesada en la cabeza.
Ella se dio la vuelta y le dijo:
- Son las ocho y veinticinco.
- Qué bueno...- Bostezó -... Me quedan treinta y cinco minutos.
Paula no le respondió, se puso la bata y fue hasta la cocina.
- ¿¡Ya vas a prender la computadora!? – Le gritó él desde el cuarto. Ella lo ignoró.
El monitor se iluminó. Paula clickeó dos veces sobre la `e´ del Explorer y colocó el sitio web a donde quería entrar. Digitó el nombre de usuario y la correspondiente contraseña.
“¿Qué estás pensando?”
Le preguntó después de un rato la pantalla entre tonalidades blancas y azules. Allí, en ese espacio, aún figuraba el estado de la noche anterior.
La mujer sonrió ante el sinfín de comentarios que muchos amigos habían hecho al respecto.
¡Te felicito!
Escribió Lorena López.
¿Será nena o varón?
Curioseó Aureliano Buendía.
¿Se agranda la familia?
Preguntó con algarabía su hermano Demián. Ella siguió buscando y leyendo los saludos.
¡Felicitaciones!
Firmó una tal Andrea Núñez. Paula frunció la expresión y estudió la foto del contacto.
- ¿Y ésta quien es?
Siguió recorriendo su página. Muchos pulgares de enhorabuena figuraban allí. Eran de aquellos tantos conocidos que sin tiempo para tipear palabras de cariño, decidieron acompañarla con la opción: “Me gusta esto”.
Volvió a sonreír.
-¡Cómo me quiere la gente! – Dijo y notó en el reflejo de la pantalla la maraña de pelos espantosamente enredados que tenía en la cabeza.
Miró el reloj que estaba colgado en la pared de la cocina. Eran las ocho y media.
- ¡Ay no! ¡Es re tarde!- gritó media histérica.
Se concentró nuevamente en la computadora y poniendo los dedos estratégicamente sobre el teclado reescribió sobre el “¡Estoy embarazada!” que había dejado la noche anterior después de hacerse un test de embarazo casero; por un: “Me stoy bñando, NO LLEGOOOOOO...Ahhhhhhhh!”
Dejó la máquina y se fue corriendo hasta el baño con una tanguita en la mano.
Salió de la ducha, fue nuevamente hasta el teclado:
“Cambiándome”.
Aun con el pelo mojado, ya vestida, saboreó con velocidad un café.
“Desayunando, a punto de ir al trabajo”.
Tomó las llaves, la cartera.
- Mi amor, me voy a trabajar – Saludó a su marido y se perdió tras la puerta.

En el escritorio de la oficina, un portarretrato la mostraba junto a su esposo en las terrazas del Machu Pichu. Le encantaba esa foto y por eso la tenía como imagen de perfil en el Facebook hacía una semana. ¡Todo un record! Generalmente las cambiaba a diario.
La computadora inició. Abrió el Explorer y apareció la página que ya tenía establecida.
“En la oficina”
Escribió, luego cargó los programas que necesitaba para trabajar y fue por el segundo café de la mañana.
Volvió al escritorio y se sentó frente al monitor. Los saludos por el embarazo seguían llegando. Paula trataba de alternar entre el procesamiento de una serie de pedidos que le estaban entrando al sistema y las respuestas a sus amigos virtuales.

“Me muero de ammmmmbre”
Apareció en su estado con una horrorosa falta de ortografía.
Ya era casi mediodía y el apetito hacía estragos en su estómago.
Cuando volvió de almorzar un par de empanadas del quiosquito de la esquina, el teléfono de su escritorio estaba meta sonar. Aceleró el paso, era su madre que se había enterado por Demián que desde anoche, iba a ser abuela.
- ¿Cómo puede ser que se entere primero Demián y no yo que soy tu madre?
Paula levantó los ojos y se mordió el labio inferior.
- Mamá, es que lo puse en Facebook.
- ¿Qué? ¿Y qué es eso? – Preguntó desconcertada.
- Una red social...
- ¿Una qué?
- Nada...nada.
- No, nada no...Ahora decime.
- Nada mamá…es una página de Internet donde cada uno puede ponerse en contacto con gente amiga y personas del trabajo o de la facultad. Podés subir fotos, videos...que se yo.
“Explicándole a mamá qué es Facebook, JAAAAAAAAA”
Del otro lado de la línea solo se escuchaba el resuello de la respiración.
- ...Yo tengo más de seiscientos amigos, Ma...
- ¿Qué? No entiendo...– preguntó totalmente perdida - ¿Acaso toda esa gente lo sabía antes que yo?
- ¡Basta mamá! ¡Por favor!
“Discutiendo con mamá”
Apareció en el: “¿Qué estás pensando?” Inmediatamente un par de amigos online opinaron con un “Me gusta esto”.
Paula cortó el teléfono.
“A trabajar”
Tipió, y de pronto vio a su jefe aproximándose peligrosamente hacia ella. Ocultó con rapidez la ventana del Explorer. El sujeto le dedicó una mirada inquisidora. La mujer le regaló su mejor sonrisa. Luego él se perdió por los pasillos.
“Casi me agarra mi jefe, jejjejee...”

La jornada laboral transcurría normalmente hasta que promediando la tarde, Paula comenzó a sentirse mal.
“Me siento mal L no sé para q comí esas empanadas de mierda :S”
Se levantó, fue hasta el baño. Volvió al escritorio. Romina, una compañera del trabajo notó la mala cara que tenía y se arrimó para saber que le pasaba.
- ¿Qué te pasa? – Le preguntó.
Simultáneamente los “Qué te pasa?” se repitieron y multiplicaron por la red.
Paula no le respondió ni a Romina ni a ninguno de sus amigos.
- Vamos que te acompaño al baño.
Romina la tomó por el codo y la llevó casi a rastras. Luego de un minuto volvió a salir y fue corriendo hasta la oficina del jefe a quien le pidió que llamara a una ambulancia.
Mientras esperaban a que llegara el servicio de emergencia, Paula, desoyendo los consejos de sus compañeros, volvió a su box y se sentó frente a la computadora.
“Ya viene la ambulancia ¿Q ME PASA? :S”
Romina le trajo un vaso de agua, mientras otra compañera le daba aire con un improvisado abanico A4.
Al rato llegó el médico que la llevó nuevamente al baño para poder examinarla con mayor tranquilidad.
Pasaron cinco, diez, quince minutos. Finalmente Paula salió del baño con cara de consternación. El médico le había dado una serie de indicaciones y le había ordenado que se fuera a la casa de inmediato.
Ella se acercó hasta su box. Tipió con rapidez un nuevo estado; luego apagó la máquina, tomó su cartera y se marchó.

A la mañana siguiente esperó a que su marido se fuera a trabajar para salirse de la cama.
- ¡No quiero que te muevas de acá! ¡Ni para sentarte frente a la computadora! – Le había dicho antes de marcharse y de darle un beso en la frente – Cualquier cosa que necesites me llamás.
Pero el reposo no era para ella. Quería levantarse, hacerse un té y conectarse un ratito en Internet.
Y así fue. Se levantó, se puso la bata y fue hasta la cocina. Buscó unos fósforos, prendió una de las hornallas y dejó calentando un poco de agua.
Luego casi con desesperación fue hasta el escritorio, se sentó en el sillón giratorio y prendió la PC. Una vez que ésta cargó, inició sesión en Facebook.
La pava comenzó a silbar. El agua hervía y emanaba vapores hacia el techo. Ella estaba concentrada en la pantalla.
Y así de repente vino la primera lágrima, seguida por una segunda. Paula se las secó para poder seguir leyendo el sinfín de palabras de aliento que sus amigos habían dejado durante las últimas horas en su espacio.
Se sintió más querida que nunca. Sonrió, se secó los mocos con el puño del camisón y apoyando los dedos sobre el teclado, cambió el “Chicos estoy re triste, perdí el embarazo” que había puesto el día anterior antes de irse de la oficina; por el “¡Gracias x el apoyo! ¡LOS KIERO A TODOS!”.









* Facebook es un
sitio web de redes sociales creado por Mark Zuckerberg. Originalmente era un sitio para estudiantes de la Universidad de Harvard, pero en la actualidad está abierto a cualquier persona que tenga una cuenta de correo electrónico. Los usuarios pueden participar en una o más redes sociales, en relación con su situación académica, su lugar de trabajo, región geográfica, etc. Millones de personas usan Facebook a diario para subir fotos, compartir videos y links con amigos.

viernes, 20 de marzo de 2009

No correspondidos

Todos en el pueblo conocen mi historia. Tan populares fueron mis infortunios, que nunca faltaron en los guiones de chismes de las abuelas.
Mi nombre recorrió las anchas calles, como una punzante brisa invernal, lastimando a su paso los oídos de aquellos buenos vecinos que se sentaban en las veredas para ver pasar al imbatible verdugo, día tras días. Y los rostros se les agrietaban, sus ojos oscurecían, la postura se fruncía y la vida se les resignaba, pero allí estaban, atentos al soplido de un nuevo viento helado.
El impensado abandono fue como una tormenta de estremecimientos para todos ellos, que murmuraron por lo bajo, rebasados de indignación, lo irrazonable del desamparo de una madre sobre su pequeño hijo. Se vieron más afectados que el mismísimo damnificado (yo) en el día del inicio de su orfandad.
Debo reconocer que aún deambula por los grises de mi memoria, aquella apagada secuencia en la que yo aparecía dando mis primeros pasos, levantando la mirada expectante, buscando el asentimiento de aprobación y orgullo de ella. ¡Qué doloroso fue reconocer su desprecio!
Nunca nadie supo el desconcierto y la desolación que me provocó ver su espinazo huyendo por el horizonte infinito, dejándome allí, en medio de la nada, a la buena de Dios; borrando mi pasado y condicionando mi dudoso porvenir.
Entonces me quedé sentado, percibiendo su partida, sin poder entrar en razones de porqué, de un momento para otro, me encontraba solo en el mundo.
El destino barajó de nuevo. Mis primeros siete años los pasé yendo y viniendo por las interminables calles durantes incontables noches, fisgoneando como rata los residuos de los vecinos, para poder calmar los estragos producidos por el hambre. Pero aquella no fue mi única necesidad, la cruda realidad era que no poseía un sitio adonde ir, y entonces me las arreglaba como podía dentro de mis propias carencias. En los calurosos veranos, sencillamente me recostaba sobre el césped de las plazas y los parques y cuando la lluvia caía del cielo y la temperatura bajaba, trataba de buscar algún refugio, alguna galería o techumbre que me mantuviera a resguardo de las húmedas agujas olímpicas.
Pero aún, ante toda esta adversidad, debo aceptar que conté con algo que me fue ayudando en la supervivencia del día a día: mi carisma. Poco a poco me fui haciendo popular y muy querido por todos los pobladores, que al verme llegar, emitían una enorme sonrisa que me llenaba de alegría el corazón. Ya no se apiadaban de mi infortunio, no era lástima lo que sentían por mí, sino un gran afecto. Me querían realmente. Me invitaban a pasar al interior de sus hogares, me convidaban leche, galletas y yo contento les retribuía el cariño recibido ofreciéndoles lo único que poseía: mi fiel amistad.

A los ocho años conocí un grupo de tres chicos con los que me sentí muy identificado. Salvando pequeñas diferencias, todos habíamos padecido el abandono de nuestros padres. Conocíamos demasiado bien el desahuciado sabor de la orfandad. Creo que ello fue la verdadera causa del fuerte amarre que tuvimos los unos con los otros. Felizmente armamos una fraternidad pura y sincera. A esa altura de mi corta existencia, yo me sentía muy maduro y poseedor de los preceptos básicos, que había obtenido en la calle para poder subsistir. Y entonces, sabiendo que la relación que tenía con mis adorables vecinos nunca iba a convertirse en lo que pretendía, decidí abandonarlos y adopté a estos tres muchachos como mi verdadera familia.
Estuvimos juntos siete años. Nos convertimos en el cuarteto más célebre de la zona. Con sólo vernos, la gente nos regalaba su mejor expresión.
Las tijeras del barbero respondían al automatismo de sus dedos, mientras sus ojos observaban, a través de la vidriera, nuestros increíbles enredos, nuestras inocentes picardías, y distraído, cortaba mechones que caían indiscriminadamente en las blancas cerámicas. También estaba la regordeta mujer de la panificación, que en cada amanecer aguardaba con paciencia, exponiendo su sonrosado rostro a las suaves centellas del sol, a que llegáramos nosotros. Y al advertirnos, nos ofrecía los excelentes manjares de su producción: pastelillos azucarados, con confites y chocolate. Nuestras aguadas bocas se los hurtaban de las manos y, sin siquiera agradecerle, nos marchábamos contentos, saltando por las desoladas calles que, muy perezosas, abrían los lagañosos ojos.
¡Nos divertíamos con tan poco! Recuerdo los calurosos atardeceres estivales en los que nos metíamos, sin prejuicio alguno, en la fuente de la plaza para sosegar el calor. Chapoteábamos durante horas y horas sin parar, causando gran regocijo en los espectadores que se detenían a disfrutar del espectáculo que brindábamos ante ellos. Luego, por las noches, íbamos de ronda por distintas casas para mendigar la cena. Las teníamos marcadas. Nos dividíamos en dos grupos, comíamos e inmediatamente nos congregábamos en el terraplén del tren, para echarnos panza arriba sobre la hierba a hacer la digestión.
¡Sí! ¡Fuimos muy felices durante aquellos siete años! Pero lamentablemente, el funesto hado tocó nuestra existencia, y fue ahí donde pude corroborar lo veraz de aquellas frases triviales que hablaban de la rapidez con la que pasan por nuestra vida los buenos momentos.

Por triste que resulte narrarlo, la historia se volvió a repetir, y la soledad regresó para hacer más acongojada mi vida.
No sé si fue mí inconsciente el que me indujo a olvidar, pero no logro traer a la mente dónde me encontraba la noche en la que Jack arriesgó su vida, cruzando la gran autopista que comunicaba nuestro pueblo con las grandes ciudades del sur. Sólo tuve la intuición, que en un abrir y cerrar de ojos, le nacieron las alas y se elevó hacia el edén como el buen santo que era. Y nosotros, quedamos condenados por su pérdida.
Polly, Gunner y yo supimos que ese era el comienzo de nuestra separación. La que acordamos visualmente el día en que se lo llevaron. Lo sellamos con el silencio tácito de la tristeza. Y así, cada uno siguió su rumbo, desafiando una vez más al destino. El bueno de Poll, emigrando al poblado vecino; el desafortunado de Gunn, encerrado tras las rejas por comportamientos indebidos en la vía pública; y yo, resignándome a una vida de perdición. Fueron los tiempos más oscuros de mi existencia.
Y en aquel momento, me dejé llevar por las sombrías cavilaciones de una mente demasiado perturbada, que a esas alturas no reparaba en nada ni nadie. Perdí la razón del tiempo y del espacio. Fueron siete años en los cuales me vi rodeado por las tan temidas malas juntas. Tenía a mí alrededor esa clase de personas que despertaban, en las calles de aquel infierno grande, un celoso murmullo de reprobación y perjuicio. Pero como dije, ya nada me interesaba.
Fue así como me hundí en las lóbregas trincheras de la promiscuidad, exponiendo mi propio cuerpo a un sinfín de martirios.
Me volví masoquista, disfrutando realmente de las sangrientas riñas callejeras que yo mismo provocada con intencionalidad. Y luego de recibir los afilados golpes, quedaba tirado en el suelo, convaleciente por un par de días. Merecía aquella flagelación y la aceptaba complaciente.
Mi nombre volvió a figurar en los libretos de toda la congregación. Entró sin mucha resistencia en la boca de todos, quienes volvieron a sentir lástima por mí.
Estaba en las últimas, lo sabía, mi intuición me lo indicaba. No iba a poder resistir mucho más así, tan desnutrido, deambulando sin rumbo con mi aspecto famélico, con la piel lastimada y curtida por la inmundicia, cubierta de sarna. Mis días estaban contados, sólo restaba expedir la pena capital.

Pasé la que creía, sería mi última noche, enfrascado en un manojo de pesadillas irreproducibles.
Por la mañana, el cantar de un ave me despertó. Pero no abrí lo ojos. Estaba conciente de lo que me rodeaba en aquel parque, por mis otros sentidos. Distinguí los rayos del matutino sol acariciando mis heridas, el sonido del agua fluyendo por el arroyo hacia su lejana desembocadura. Me quedé unos minutos más en las sombras de mi mente. Había algo raro allí. No sabía con exactitud que era. Olfateé profundamente y lo sentí. Parecían una intensa mezcla floral que invadía todo a mí alrededor. Y lo supe. Era amor. Amor en el aire.
Abrí los ojos entusiasmado. Y la vi a ella, sentada sobre un banco de madera, dedicándome una mirada de ternura. ¡Era tan bella! Sus cabellos castaños, su piel sedosa, sus labios carmesí. Esas preciosas esmeraldas, expresivas por su propia naturaleza, que me observaban de manera especial, y yo, que tan débil y enfermo no podía ponerme siquiera de pie, me dispuse a contemplarla por toda la eternidad.
Pero se levantó. Mí corazón se aceleró desbocadamente. Y vino hacia mí, con su sensual andar. Parecía un sueño, pero era una increíble realidad. Y sin esperarlo apareció, en medio del que yo creía como el crepúsculo de mi vida, lo que siempre había anhelado: un amor, una familia.
Entonces me llevó a su hogar, donde vivía con sus padres y me ofreció todo su afecto, todo su cariño; sanándome las lesiones físicas, extirpando las heridas del alma, alimentándome tenazmente hasta conseguir abrir el apetito a mi desnutrida humanidad. Pude recuperarme gracias a su mano sanadora, a su atención y a la hechizante sonrisa que iluminaba tan angelical rostro.
Nos volvimos inseparables. Durante las primaveras y los veranos, pasábamos gran parte del tiempo juntos, corriendo sin cuidado por los anaranjados ocasos, divirtiéndonos en los arroyos, sofocando el calor. Visitábamos los parques y las plazas diariamente; los sábados por la tarde partíamos con una canasta hacia las sierras, donde nos quedábamos horas y horas contemplado al horizonte mutar. En los otoños, simplemente nos echábamos sobre el follaje y el césped amarillo, a sentir la reconfortante tibieza del sol estacional.
Todo el pueblo estaba al tanto de eso, observando maravillado mi recuperación. Deseando lo mejor para mí, y yo lo tenía: era ella.
La amaba con desvelo. Sin proponérmelo, se convirtió en el último pensamiento de mi mente antes del asalto del sueño, y en el primero en aparecer por las mañanas. Fue el alma que me rescató del mundo de los muertos y que me hizo sentir la grata sensación de estar vivo nuevamente. De poder sentir la brisa sobre el rostro, la luz del sol, el verdor de los árboles, la dulzura de la miel y el sabor del agua.
Pero los años fueron pasando vertiginosamente y me sentí envejecer siete veces más que ella. De pronto entré en un estado de desesperación. Ver las estaciones filtrarse en las arenas cíclicas, consumir nuestras existencias. Debía confesarle mi amor, hacerle saber que yo podía ser el príncipe azul capaz de matar dragones por su amor. ¡Sí! Tenía que proponerle matrimonio. Había guardado silencio durante mucho tiempo. Además, todo ello representaba un desafío personal para mí. Poder demostrarle al mundo que, muy contrario a lo que mi madre había hecho, yo podía ser un buen padre.
Y entonces esperé con ansias a que llegara el primer día de la primavera, a que los jazmines inundaran el aire con su suave fragancia, que las rosas bañaran los parques con su multicolorida alegría. Esperé el melodioso canto del zorzal, el aleteo mágico de las mariposas. Y allí estábamos nosotros, sentados sobre los verdes brotes del césped, en el mismísimo Edén, degustando el sabor particular de la clorofila en el ambiente, mirando la nada, disfrutando de un día brilloso y único.
Debo admitir que en ese momento me hallaba ciertamente abstraído, pensando en la declaración, sumergido en un mutismo que nada tenía que ver con mi personalidad; tratando de seleccionar las palabras más adecuadas para una situación tan especial. Pero de nada sirvió aquel padecimiento, pues mi corazón se le adelantó a la razón y habló por su propia cuenta. Ella se quedó unos segundos en silencio, fijando sus esmeraldas en mí rostro. Luego sonrió y me sacudió la cabeza con ambas manos. Creí que no me había dado a entender, se lo volví a repetir. Me escuchó por segunda vez y vi reaparecer de nuevo esa devastadora sonrisa como una clara señal elíptica. Me había rechazado con un sutil eufemismo.
Desde aquella tarde las cosas entre nosotros comenzaron a cambiar. La noté distante, lejana. Nuestros paseos se hicieron cada vez menos frecuentes. Ya no compartíamos los mismos momentos que otras veces. Muchas noches me percataba, muy angustiado, de sus salidas con aquel célebre muchacho, pero me tragaba cada estremecimiento en lo profundo de mi alma. La había perdido.
Sin embargo, día tras día, por más que la sentía más lejos, trataba de llenarme de optimismo, esperanzado con poder torcer lo esquivo de esta desabrida historia. Mí historia.
Pero lamentablemente, no fue así. Todo se fue al mismísimo infierno aquella anochecida, cuando la encontré espléndida, en la habitación, con un vestido blanco, dotado de una sublime preciosidad, observándose en el espejo, orgullosa y emocionada.
Se marchó con el sonar de las campanadas de la iglesia. Yo me quedé sólo, despojado de todo. La vida misma se había encargado de asesinar mis sueños, una y otra vez. Resignado, me fui a acostar entre la luminosidad de las luciérnagas y el cantar de las cigarras, con un desconsuelo inexplicable. Era el fin.

Pasó un tiempo, y lo paradójico de todo fue, que a la llegada de su luna de miel, regresó por mí.
- ¡Bobby! – Llamaron sus prohibidos labios – ¡Ven! Súbete a la camioneta. ¡Vamos a casa!
¡Esos ojos aceitunados me observaron con tanta ternura! La contemplé embelezado. Su semblante angelical llenó mi corazón. De nuevo sentí esa fragancia en el aire, el amor. No lo dudé un instante. ¡Qué mágico verla de nuevo! En ese momento supe que era capaz de renunciar a todo por estar a su lado ¡Hasta a mi herido orgullo! Y entonces, fui corriendo hacia su encuentro, moviendo la cola descontroladamente, rebosando de alegría, dispuesto a tolerar hasta el infinito los “¡Vaya a la cucha!” de su arrogante marido.

viernes, 13 de febrero de 2009

Shopping


Marchaban a paso ligero por el laberinto de autos. El retumbar de sus pasos se mezclaba con el inconfundible sonido de una gotera perdida.
El niño caminaba por las líneas amarillas, imaginando que eran finísimas cornisas y que el resto del suelo no era más que un precipicio sin fin.
- ¡Jorge!... - el pequeño abandonó el juego y miró a su madre con cara de sorpresa - … Te dije que no te alejaras. ¡Ven aquí!
- ¡Sí mamá!
Corrió hasta donde se encontraba la mujer, moviendo los ojos hacia todos lados. Había muchos autos estacionados. Pasó cerca de uno deportivo, estiró la mano y con el dedo índice le tatuó en toda su extensión, una alargada serpiente zigzagueante.
- ¡Jorge! – Volvió a regañarlo – ¡Apurate!
El pequeño se miró la yema del dedo llena de polvo, esperó a que su madre se diera la vuelta y la limpió con ligereza en la aparte trasera del pantalón; luego apresuró la marcha y se puso a la par de ella.
- ¡Hijo! – Empezó a decir con tono conciliador –… esto es un mundo de gente… lo sabes bien. Voy a estar concentrada haciendo las compras y no quiero que te extravíes, ¿Sí?
- Pero…
- Sin peros hijo…
- Es que me aburro… - Le dijo suplicante.
Los censores advirtieron el movimiento, las puertas automáticas que comunicaban el estacionamiento con el patio de compras se abrieron de par en par.
- No, no, no… nada de eso… es muy divertido venir al Shopping.
El nene puso las manos en los bolsillos del pantalón.
- ¡Ufa! – protestó en voz baja.
- ¿Cómo has dicho?
- ¡Nada! – Respondió con la trompa fruncida al tiempo que pateaba un envoltorio de golosinas que había sido abandonado en el suelo.
- ¡Compórtate o se lo contaré a tu padre! – Regañó la mujer mientras se acomodaba los aros de perla que llevaba colgados en las orejas.

Caminaban a paso ligero por los accesos, los piecitos del niño apenas si podían seguir el ritmo de aquella mujer desenfrenada. A lo lejos comenzó a sentirse la estruendosa marcha de consumistas que iban y venían de manera alocada de un local a otro, dispuestos a gastar lo que no tenían para estar a la moda.
Cuando entraron en la galería principal Jorge quiso tomar de la mano a su mamá, pero ésta se la soltó y se perdió con facilidad en medio de aquella marea furiosa, atraída por la belleza centellante que exponían los maniquís en las distintas vidrieras. El chico no se desesperó y para no perderla de vista, fijó los ojos en el sacón de piel de zorro que llevaba puesto.
El huracán de personas soplaba sin rumbo. Muchos distraídos se llevaban por delante a otros y sus semblantes no mostraban atisbos de arrepentimientos ni perdones. El caos circulatorio se mezclaba con el bullicio de aquel millar de personas, que hacía del ambiente un calvario ensordecedor.
Largas colas se formaban detrás de los cajeros automáticos; el patio de comida estaba atestado de feligreses deglutiendo por pura gula manjares de sabor estandarizado. Los salones de belleza sacaban de sus sectores de producción sujetos con los mismos peinados. Flequillos de costado, picos parados, cabellos desmechados y colores impuros.
Jorge trató de abstraerse de toda esa fastidiosa burbuja a la que era llevado casi a rastras, y mientras esperaba a que su madre finalizara las compras, improvisó una pistola con su mano derecha, convirtiendo al dedo índice en el cañón y al pulgar en el martillo percutor.
- ¡Bang! ¡Bang!
Apuntó y disparó contra todos.
- ¡Bang ¡¡Bang!
Se dio la vuelta y vio parado cerca de la puerta del ascensor a un sujeto raro. Llevaba una chaqueta de gabardina negra con cierres en los bolsillos y unos pantalones anchos. Sobre la cabeza tenía puesto un chambergo de corderoy beige.
Jorge reprimió una risita nerviosa. Ese sujeto lo estaba asustando con su sola presencia. Entonces sin pensarlo, estiró el brazo, puso la mano izquierda debajo de la pistola de carne y hueso y, cerrando el ojo derecho, le tiró con picardía.
- Muere canalla.
Siguió martillando el pulgar, deshaciéndose de ese ejército de muñequitos, cuando el agudo dolor de su oreja retorciéndose lo interrumpió.
- ¡Mal educado! Te he dicho mil veces que dejes en paz a la gente.
Una mueca de dolor se le dibujó en el rostro; luego descendió la mirada tratando de evitar el gesto moralista de su represora, quien ya tenía un par de bolsas del patio de compras del cuarto piso colgando de las mangas del sacón de piel.
- Vamos al quinto – dijo, mientras él enfundaba el arma en el estuche del jeans - ¿Ves esa mujer?
Una señora alta llevaba puesto un vestido violeta de seda.
- ¡Por Dios! ¡Quiero uno igual a ese!... Espero que tengan mi talla.
El primogénito se mordió el labio y repuso con inocente ironía:
- ¡Ojalá!

Esquivando todo tipo de obstáculos, llegaron hasta la boca de una de las cientos de escaleras mecánicas que había en el lugar. Los escalones brotaban del piso infinitamente y se elevaban soberbios con sus canaletas de hierro hacia lo alto para perderse nuevamente en las profundidades del infierno.
El flujo de personas en ascenso y descenso era constante. El niño se subió a uno de los peldaños, y esperó impaciente a que se elevara. Luego sacó las manos de los bolsillos y las apoyó sobre la baranda de goma. Miró hacia abajo con unas irresistibles ganas de escupir a alguna de aquellas personitas que se movían como hormigas en la planta baja, pero el poder panóptico de su madre se lo prohibió.
- ¡Que ni se te ocurra Jorge!
Éste zapateó el piso metálico de la escalera automática en una clara señal de protesta. Luego repuso:
- ¡Me aburro!
La mujer, que jugueteaba con las perlas que colgaban de sus orejas, fijó la mirada y su atención en el sinfín de vidrieras del quinto piso, y luego le dijo casi suplicante:
- Un par de tiendas más y nos iremos.
- Está bien.
El ascenso mecánico estaba llegando a su fin y las gradas de hierro volvían a su forma plana original.
- ¡Ojo con los cordones! – Interrumpió la madre.
Este la miró desorientado.
- Salta al final o se tragará tus pies.
Sin detenerse a analizar la veracidad del llamado de atención que le estaba haciendo, pegó un gran salto que lo depositó nuevamente en tierra firme. Ella simplemente dio un paso prolongado y siguió camino por la galería hasta la tienda prometida.
Jorge comenzó a divagar nuevamente, se retrasó unos cuantos metros mientras imaginaba que llevaba puesto unos patines de turbinas supersónicas. Parecía un desquiciado, impulsándose con los brazos mientras arrastraba los pies por el inmaculado piso de mármol.
Lo hacía gustoso y divertido sorteando a ancianos, adultos, adolescentes y niños. Y lo hizo hasta que pasó junto a la vidriera de un local de ropa informal masculina y vio a aquel maniquí. Al principio le resultó muy familiar. Algo de lo que llevaba puesto le traía a la mente otra imagen recientemente vista. Cuando ató los cabos, un pequeño escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Era el sujeto del chambergo de corderoy beige que había visto parado en la puerta del ascensor! ¡Estaba ahí ahora! ¡Postrado detrás del cristal! ¡Con un rostro artificial pero a su vez delineado por facciones humanas!
- ¿Cómo puede ser?
Sintió un poco de miedo, se sacó los patines con la mente y corrió hasta donde estaba su madre esquivando ese inaguantable gentío. No podía dejar de mirar el rostro del muñeco que por momentos parecía tener vida. Ese brillo suplicante que irradiaban sus pupilas era estremecedor.
- ¡Mamá! ¡Mamá!
Un montón de caras se dieron vuelta al sentir los gritos de terror. Eran tan parecidos los unos con los otros, vestidos todos a la moda, con las mismas prendas, luciendo peinados idénticos. Una horda de muñecos consumistas fugada de distintas vidrieras, que se arrancaban las entrañas por poder dar con el perfil adecuado de aquel perverso sistema de imágenes y apariencias.
- ¡Mamá! – Volvió a llamar, mientras estudiaba el perímetro que lo rodeaba.
De pronto tuvo la increíble sensación de que todas las personas a las que había disparado con su arma ficticia en la planta de abajo, estaban allí ahora, exponiéndose detrás del cristal en los distintos negocios de ropa; con sus rostros duros, plastificados; pero con los ojos llenos de vida.

A lo lejos divisó el negocio al que su madre se había dirigido minutos antes, deseosa por adquirir el estrafalario vestido.
- ¡Ahí es!
Entonces aceleró el paso y fue hasta allí, esperanzado por encontrarla y contarle todo lo que había visto, a rogarle que se marcharan de ese espantoso lugar donde las personas se volvían maniquís y los maniquís se volvían personas. No le importó en lo más mínimo que su madre lo volviera a llamar por enésima vez mentiroso, o que le dijera que siempre andaba inventando historias falsas. Lo único que quería, era salir de aquel lugar.
Cuando finalmente llegó al negocio se encontró que adentro del mismo no había nadie, a excepción de la vendedora que cantaba alegre una ignota canción.
- ¡Señora! ¡Señora! – La llamó agitado.
La mujer se dio vuelta.
- ¿Qué pasa amor?
- ¡Mí mamá! ¡Mi mamá!... ¿No ha visto a mi mamá?…
Esta le sacudió la cabeza fraternalmente:
- No, no hay nadie en el local.
Se quedaron los dos en silencio.
- Espero que la encuentres rápido... debo ordenar la vidriera.
Jorge salió corriendo de la tienda en busca de su progenitora y se perdió entre la bruma humana de aquel espantoso Shopping.
La vendedora lo siguió con la mirada unos segundos, luego tomó un maniquí que estaba oculto detrás de los cortinajes de un probador, le sacó el tapado de piel de zorro que llevaba puesto y tras vestirlo con un vestido de seda violeta y arreglarle el par de aros de perla que llevaba en las orejas, lo colocó en la vidriera.

miércoles, 28 de enero de 2009

Luz

- ¿Va a mostrármelo? – Preguntó la mujer
- Es lo que más quisiera yo… - Le respondió con un poco de resignación. Sentía el aliento de ella a escasos metros suyo - … pero sin luz…es casi imposible.
Todo estaba a oscuras, absolutamente todo.
- ¿Qué tema esto de los cortes de energía, no? – Repuso ella, luego del primer intervalo de silencio.
- ¡Sí!… ¡Sí! ¡Es increíble! En invierno comienzan con el gas, y en verano con la luz…
- Habrá que usar esas estufas a leña… esas viejas, ¿vio?
El hombre se quedó unos segundos callado. Luego gritó:
- ¡No puedo creerlo!
- Bueno… ¡No se enfade! Que me pone nerviosa a mí. Es mi primera vez ¿Sabe?
- ¡Sí! sí, la entiendo…igual, no pasa muy seguido…no se asuste.
- ¿Qué cosa Roberto?... ¿Puedo decirle Roberto, no?
- Y… en esta situación… ¿Qué le parece?
- Me parece que sí. – Dijo mientras las mejillas se le ruborizaban. Por suerte él no podía notarlo.
- Estem…le decía que esto no pasa muy seguido…
- ¡Ah! Lo del corte…
- ¡Claro!...
- Le confieso que yo tampoco puedo creerlo… tanta expectativa para nada. ¿Me cree si le digo que estuve soñando toda la semana con poder verlo?
- ¡Por supuesto que le creo! No es para menos…
- ¡Ay!- Se escuchó un sonido de palmas que se entrelazaban -… Si usted hubiera sido más despierto, traía una linterna…- El hombre se sintió derrotado con el comentario - …creo que voy a buscar a otro para que me lo muestre.
Se quedaron mudos los dos esta vez.
- Yo tenía una de esas estufas…
- ¿Cómo dice?
Preguntó desorientada.
- Esas estufas a leña. Yo vivía en el campo…
- ¡Qué hermoso que es el campo!...
- ¡Sí! ¡Sí!…Definitivamente…tuve una…
- …Aunque algo rutinario…
- ¡Sí!...
El hombre miró el reloj, en un gesto automático, sin pensar que en aquella oscuridad ni siquiera escucharía el tic tac de las agujas… tenía las pupilas tan dilatadas que asustaban.
- ¡Se me ha ocurrido una idea!
- ¿Cuál? – Preguntó con premura. Ahora estaba algo agitada.
-Yo podría describírselo. Aunque no lo vea…
- ¿Cómo dice?
- …Describírselo….es largo y ancho. ¿Sabe?... - Los labios femíneos no respondieron. ¿Se habrá ofendido? Pensó.
- ¿Describírmelo?... – Repitió un poco confundida -… Yo vine porque usted dijo que iba a mostrármelo.
El hombre movió los hombros hacia arriba.
- ¿Pero que culpa tengo yo de que hayan cortado la energía?
- ¡En eso tiene razón!
Una sonrisa espontánea y sincera tomó por asalto el rostro del individuo.
- ¡Jaja! Me hizo acordar a mi padre… me decía que yo siempre quería tener la razón….
- Yo ni me acuerdo del mío… ¡Bah! en realidad, murió antes que yo naciera.
El hombre se incomodó y se reprochó por haber sacado el tema. Las cosas no estaban marchando bien. ¿Y si echaba a perder todo?
- ¡Cuánto lo siento!… Sinceramente.
- ¡No! No lo sienta… creo que ni yo lo siento… era piloto de avión.
- ¿Se estrelló?
La mujer abrió los ojos en medio de la oscuridad.
- No, no, para nada. Murió envenenado por un amante de mi madre.
- ¿En serio me dice?
- ¡Pues claro!
- ¡Qué horror!
Un nuevo intervalo. Esta vez más largo que los anteriores.
- ¿Y bien?... ¿Se lo sigo describiendo?... – No esperó la respuesta -… es bastante sólido, muy cálido…
Y ella, que no aguantó más el circo montado, lo interrumpió con despecho.
- ¿Pero con qué fin?
- Y…eh… ¿No le interesa saber que tan grande es?
- Mmmmm…
- ¿No es el tamaño lo que más le importa?
- No siempre… no se crea. Eso es relativo.
Roberto calló. Luego repuso.
- Si es verdad… tiene razón.
- De nuevo con el tema de la razón…
- Si, de nuevo…
- Pero de la luz, ni noticias…disculpe, pero creo que me voy.
- ¡No! ¡No se vaya! ¡Por favor! – Y con desesperación le dijo - ¡Tóquelo!...
- ¿Tocarlo? ¿Pero que idea es esa?... – La mujer juntó las cejas - ¡No sé para que he venido!
- No se enoje Enriqueta…No se vaya, tóquelo.
- En absoluto… ¡Qué estupidez!
De repente y sin anunciarse las lamparitas que colgaban del techo se despertaron.
Enriqueta, entusiasmada, aprovechando la providencia divina de la empresa de electricidad, lo miró, lo observó, lo estudió, y hasta tuvo ganas de tocarlo…pero…
- ¿Sabe qué Roberto?
El hombre tragó saliva.
- No sólo es chiquito, y poco luminoso, sino que está lleno de humedad. Vaya a venderle un departamento a un ciego… ¡Hasta luego!

jueves, 1 de enero de 2009

Fantasmas


Abriste los ojos en medio de la penumbra, respiraste soledad. Las tonalidades de una mañana gris, se colaron sin permiso por los recovecos de la ventana.
Desde hace tiempo aquel cuarto se había convertido en una especie de cajita musical, que paradójicamente, enmudeció por el inevitable paso de los años, por las deserciones y por un desmembramiento irremediable.
Acostumbrado a ese déjà vu constante, apoyaste la oreja derecha sobre la almohada que te había cobijado cientos de noches, y lo viste ahí, acostado en la cama contigua. Cubierto por una frazada que se movía al ritmo de su respiración. Una sonrisa reiterada brotó de tus labios. Tu mente volvió a traer a aquel presente sombrío, un cambalache de recuerdos oxidados, que te alegraron el alma en aquel amanecer opaco:
Como si fuera ayer, te encontraste disfrutando de los desvelos dialécticos que hacían juntos, en las noches de verano, con las sábanas sobre los pies, con las cortinas de nylon bailando al compás de sus dicciones, impulsadas por la aplacadora brisa estival.
¡Cuántos recuerdos! ¡Qué reconfortante era oír su voz! Sentirla cada vez más suave y lejana. Tus párpados, perezosos y cansados, se cerraban poco a poco, al escuchar esa canción de cuna en la que se habían convertido sus palabras.
Durante las noches de euforia se batían a duelo con las inofensivas plumas de las almohadas, y luego de la contienda; exhaustos, se acostaban casi hipnotizados a contemplar el brillo de la televisión, que empalidecía con crueldad sus rostros y alumbraba el resto de la habitación con pincelazos blanquecinos.
Al otro día, somnolientos por el desvelo, se enfurecían con aquellos zorzales que anidaban desde la primavera entre medio de las tejas. Entonces, muy a su pesar y del sueño que tenían, se turnaban para acallarlos golpeando con los puños en la madera, para luego volverse a dormir.

Bostezaste largamente. Abriste los ojos buscando de una vez por todas salir de aquella ensoñación. Te extirpaste una lagaña, e hiciste un cuidadoso e innecesario silencio para levantarte sin despertarlo. Sabías que ese sigilo montado era inútil, que no había nadie allí, que no estaba él; pero lo repetías cada mañana respetando aquel acuerdo tácito que habías firmado contigo mismo. Te gustaba vivir de falsas esperanzas.
Cuando tristemente volviste a caer en la cuenta de lo que estaba pasando allí, la buena fortuna o lo que fuera, se apiadó de tu estado de ánimo, y te hizo llegar el lejano sonido de una radio que te alentó a que salieras de esa caja de recuerdos vacía.
Atravesaste el umbral de la puerta con expectación, lo viste inclinado sobre el tablero, con un lápiz en su mano, devorado por su mundo de láminas, planos y maquetas. La música sonaba de fondo. Lo ignoraste tanto o más de lo que él te ignoró a ti.
Fuiste hasta el cuarto de baño, al de costumbre, a aquel cuyo espejo sabía reconocer lo esotérico de tu mirada melancólica y resignada, y no hacía más que consolarte con el brillo de tus propios ojos.
Te enjuagaste la cara, y mientras lo hacías, un delicioso aroma llegó hasta tus narices. Te fregaste el rostro con la pequeña toalla que colgaba a un costado del lavado y te dirigiste a la ventana, con una inocultable sonrisa.
- ¡Es domingo! – Gritaste eufórico. Y tú voz se repitió una, dos y hasta tres veces.
A pesar del eco, un murmullo costumbrista de gentes habitúes, confirmó esa certeza dominical y te alivió el corazón.
Pero antes de bajar corriendo hasta la sala de reuniones, te hiciste el tiempo para divisar la puerta del otro cuarto… Y sí, estaba cerrada.
- ¡Siempre con esa manía de dormir hasta tarde!- Repetiste con falso disgusto. Se te vinieron a la mente las horas compartidas con los videojuegos, con la televisión, los duetos desafinados, los histrionismos irónicos y festivos.
Pero tus pies, que no entendían sobre nostalgias ni viejos recuerdos, no se detuvieron en la contemplación de aquellas diapositivas; más bien saltaron incontrolables, por los peldaños de la escalera, que resonaron gustosos, por todo lo largo y lo ancho de la casa solitaria.

En la cocina estaba ella, con sus brazos de Kali, rodeada por rostros y caras, haciendo un sinfín de menesteres en simultáneo. Ofreciéndose como anfitriona, ultimando los detalles del almuerzo. Oyendo, escuchando, hablando, trabajando. Como lo ha hecho a lo largo de toda su vida.
Sin embargo tratas de evitar aquellas habladurías femeninas, que te aturden y hasta cierto punto detestas, por esa misma razón es que te escabulles hacia el lugar que un día heredarás tú. El calor de las brasas te da la bienvenida, el crepitar del fuego te cobija, se convierte en una música encantadora para tus oídos que, te inmovilizan frente a él.
En un rincón del patio, las doce páginas de un diario pasan y pasan, generando ese sonido tan particular. Los dedos del lector, oscurecidos por los vestigios de tinta y carbón, lo sujetan entretenidos.
Abandonas el fogón, te diriges hacia el verdor del jardín que tanto has cuidado, te sientas sobre el césped recién cortado. Se te llena de pasto el pantalón, y mientras te lo sacudes, se acerca él, el gran compañero en tu niñez y tu adolescencia, moviendo la cola, ofreciéndote su cariño. Le acaricias la suavidad de su pelaje, retribuyéndole los días de camaradería. Se echa al sol, al igual que tu, a la espera de los restos de la comida que serán su comida.
El entrechocar de la vajilla te avisa que el almuerzo está por comenzar, todos bajan y se ubican en sus respectivos lugares, la carne es asaltada de la parrilla y depositada en la mesa. Te levantas, caminas hacia el comedor, y ves a todos ubicados, deglutiendo reuniones familiares pasadas, presentes, pero jamás futuras.
Sonríes con cierta extrañeza, piensas que no sabes porqué es, y te asalta de nuevo esa sensación de déjà vu.
Lo aceptas rendido, te diriges al baño para lavarte las manos, mandato marcado indeleblemente en tu niñez; pero antes de hacerlo te miras en el espejo, y no son tus ojos lo que te devuelve el cristal, sino la nada misma. ¡Ya lo sabías! Sin embargo te sorprende de igual manera. Esperas que el silencio se apodere abruptamente de todo, a que desaparezcan las risas, las voces, la guerra de cubiertos y el aroma a carne asada.
Sales inmediatamente de aquel sitio que te ha helado la sangre por un instante (como siempre) para corroborar lo que sabías que iba a pasar desde el momento en que abriste los ojos, y que decidiste ignorar implícitamente una vez más.
Y entonces encuentras el comedor vacío. No hay nada. Todos desaparecen sin sentido.
-… Aquí vamos de nuevo… – dices con resignación. Te das la vuelta, caminas cabizbajo, arrastrando los pies sobre el piso de madera.
Sólo quieres acostarte. Sólo quieres volver a despertar para verlo a él y a ese grupo de fantasmas que alguna vez llenaron contigo el vacío de aquella desazón.