jueves, 19 de abril de 2012

Imagen



La brisa del mar le golpea el rostro, le seca los lagrimales. El sujeto no puede parpadear, o no quiere. Tiene la mirada fija en una imagen. Una imagen familiar pero extraña a la vez, allí abajo, en aquella gran avenida ancha, anchísima; y no hay nada que lo saque de esa conmoción.
Es más, poco le importa los jardines donde se encuentra, de la elegancia y la distinción que tienen aquellos vergeles situados en la cima de la colina. Ya no lo asombra el estilo español del hotel, las losas mudéjares, las lámparas y los techos isabelinos, no disfruta más de las notas del piano que una mujer acaricia con manos de amante.


El sujeto observa esa imagen en medio de la penumbra de la gran avenida con sus luces pobres y opacas. Avenida que es recorrida por un extenso muro de piedras, ya centenario, que nada puede hacer contra el embate de los huracanes pero que al mar lo mantiene a raya, pase lo que pase.
Esa imagen le genera cierta rareza y mucha impresión. Pero no una impresión mala, ni siquiera buena, tan solo una impresión. Chicos, jóvenes, adultos, ancianos, amigos, familias, enamorados…
Toda la ciudad parece estar ahí ahora, junto al mar, sentada sobre las piedras del malecón, disfrutando de la noche estrellada y de la mutua compañía. La ciudad habla, grita, ríe, juega, comparte…. Comparte.


Y esa imagen transporta al sujeto de manera inmediata a un momento remoto, lejano; pero conocido. Aquella pintura que tiene frente a sus ojos le recuerda otra época donde las ciudades carecían de tantos elementos disociativos, donde el individualismo aun ni siquiera empezaba a asomar el hocico.
Si, le pareció verlo allí, en La Habana, la única ciudad del mundo donde la sociedad todavía sigue siendo eso, una sociedad viviendo en sociedad.