Y ahí estábamos, mirando nuestras caras de dolor y sufrimiento, compactados en un hacinamiento de inhumanidad enfermiza.
Resignados, dejando atrás las imágenes de estupor y sorpresa que nos habían causado en un primer momento el ser testigos de tanto horror y tormento, espectadores impotentes de aquellas secuencias indelebles de nuestro martirio cotidiano.
Éramos cientos, miles; encerrados uno al lado de otro, ignorando por completo la historia de nuestras miradas ajenas que, rendidas al miserable destino, se buscaban esperanzadas, reclamando respuestas, emitiendo un brillo vacilante antes las exiguas esperanzas. Ignorando por completo que tramas se estaban tejiendo en ese mundo exterior, que nos parecía tan impropio e irreal; lejos, muy lejos del maldito calvario que nos tocaba vivir. Nuestras mentes perturbadas ni siquiera reflexionaban al respecto, sólo se limitaban a buscar una alternativa que nos permitiera resistir un minuto, una hora o un día más.
¿¡Cómo fue que sucedió todo tan rápido!? No lo sé.
Cuando empezaron a correr los rumores de una posible invasión, ya teníamos al enemigo entre nosotros. La ciudad estaba asediada por el nerviosismo y la tensión.
Recuerdo como al principio comenzaron a trasladarnos en los viejos trenes. Nos llevaban a sitios desconocidos para trabajar en condiciones realmente aberrantes, y al bendito atardecer, haciéndonos saber que debíamos guardar silencio, nos retornaban a nuestros hogares.
Sin embargo algo cambió, la invulnerable esencia de la verdad salió a flote. Nadie en el mundo debía estar al tanto de aquellas aberraciones que empezaban a filtrarse, y entonces, las cosas comenzaron a empeorar circunstancialmente.
Fue en un crepúsculo gélido y gris cuando decidieron alambrarnos entre púas en depósitos de desolación y muerte; fue en un crepúsculo gélido y gris cuando supimos que nunca más volveríamos a ver la fachada de nuestras moradas, ni a sentir la calidez de nuestras familias, ni a saber nada de ellos, y por más que durante las interminables horas de encierro nos preguntábamos una y otra vez por su dudoso porvenir, preferíamos el doloroso silencio de la obviedad antes que la atormentada respuesta.
Hubo algunos que, al percatarse de la crueldad impartida, y en un claro acto de desesperación, comenzaron a fugarse improvisadamente durante las noches sin luna.
Nosotros, los cobardes, los que esperábamos expectantes un buen augurio para los prófugos, nos decepcionábamos al descubrir al día siguiente el tendal de cuerpos, colgados sobre las púas de los alambrados, ya sin vida.
Y el tiempo transcurría lentamente y ahí nos encontrábamos, hediondos, famélicos, congelados de pies a cabeza, sumamente extenuados, uno al lado de otro, aglutinados como ganado, esperando la propia muerte o la del ser más próximo para que, entre tanto amontonamiento, se formara un hueco desalmado e impío donde pudiéramos sentar nuestros torturados cuerpos; pasando imposibles inviernos al desamparo sin probar bocado siquiera, consiguiendo papeles de periódicos para resguardarnos del frío, pero por más esfuerzo que hiciéramos, cada mañana nos dábamos cuenta del color violáceo de los pies, de la insensibilidad de los dedos. Y ahí, al desamparo de cualquier atención médica o humana, nos convertíamos en nuestros propios cirujanos, mutilando nuestras extremidades gangrenadas. Muchos no resistían el dolor y firmaban aliviados su acta de defunción.
Fueron innumerables las veces que me pregunté por el sentido de seguir resistiendo, de seguir tolerando la cruel tortura, si al fin y al cabo todos nos encaminábamos hacia la misma picadora de carne; pero algo muy adentro mío se negaba a responder y con un automatismo inexplicable soportaba el cansancio y el sueño postergado, mirando de soslayo a las ratas que atravesaban las púas de los alambrados para hacerse del sarnoso festín, devorando la carne de los dormitados cuerpos.
Pero un día todo terminó. Se dio de manera tan abrupta y repentina como aquel lejano comienzo. Milagrosamente se abrieron los portones de par en par y nos dejaron salir.
Debo confesar que aun no tengo la clara certeza de cómo hice para sobrevivir a todos estos martirios, o a la despiadada y capital maquina asesina del tercer Reich. Tampoco poseo una noción manifiesta del tiempo en el que estuve encerrado, viendo a mí alrededor gente morir, matar, llorar y enloquecer. Sólo sé que estoy vivo, caminando junto a otros en esta gran marcha, tratando de no voltear la mirada, dejando atrás ese pasado, y desafiándome a no perecer en el voraz e inmediato futuro, en un acto más de mi obstinada resistencia hacia la muerte.
Resignados, dejando atrás las imágenes de estupor y sorpresa que nos habían causado en un primer momento el ser testigos de tanto horror y tormento, espectadores impotentes de aquellas secuencias indelebles de nuestro martirio cotidiano.
Éramos cientos, miles; encerrados uno al lado de otro, ignorando por completo la historia de nuestras miradas ajenas que, rendidas al miserable destino, se buscaban esperanzadas, reclamando respuestas, emitiendo un brillo vacilante antes las exiguas esperanzas. Ignorando por completo que tramas se estaban tejiendo en ese mundo exterior, que nos parecía tan impropio e irreal; lejos, muy lejos del maldito calvario que nos tocaba vivir. Nuestras mentes perturbadas ni siquiera reflexionaban al respecto, sólo se limitaban a buscar una alternativa que nos permitiera resistir un minuto, una hora o un día más.
¿¡Cómo fue que sucedió todo tan rápido!? No lo sé.
Cuando empezaron a correr los rumores de una posible invasión, ya teníamos al enemigo entre nosotros. La ciudad estaba asediada por el nerviosismo y la tensión.
Recuerdo como al principio comenzaron a trasladarnos en los viejos trenes. Nos llevaban a sitios desconocidos para trabajar en condiciones realmente aberrantes, y al bendito atardecer, haciéndonos saber que debíamos guardar silencio, nos retornaban a nuestros hogares.
Sin embargo algo cambió, la invulnerable esencia de la verdad salió a flote. Nadie en el mundo debía estar al tanto de aquellas aberraciones que empezaban a filtrarse, y entonces, las cosas comenzaron a empeorar circunstancialmente.
Fue en un crepúsculo gélido y gris cuando decidieron alambrarnos entre púas en depósitos de desolación y muerte; fue en un crepúsculo gélido y gris cuando supimos que nunca más volveríamos a ver la fachada de nuestras moradas, ni a sentir la calidez de nuestras familias, ni a saber nada de ellos, y por más que durante las interminables horas de encierro nos preguntábamos una y otra vez por su dudoso porvenir, preferíamos el doloroso silencio de la obviedad antes que la atormentada respuesta.
Hubo algunos que, al percatarse de la crueldad impartida, y en un claro acto de desesperación, comenzaron a fugarse improvisadamente durante las noches sin luna.
Nosotros, los cobardes, los que esperábamos expectantes un buen augurio para los prófugos, nos decepcionábamos al descubrir al día siguiente el tendal de cuerpos, colgados sobre las púas de los alambrados, ya sin vida.
Y el tiempo transcurría lentamente y ahí nos encontrábamos, hediondos, famélicos, congelados de pies a cabeza, sumamente extenuados, uno al lado de otro, aglutinados como ganado, esperando la propia muerte o la del ser más próximo para que, entre tanto amontonamiento, se formara un hueco desalmado e impío donde pudiéramos sentar nuestros torturados cuerpos; pasando imposibles inviernos al desamparo sin probar bocado siquiera, consiguiendo papeles de periódicos para resguardarnos del frío, pero por más esfuerzo que hiciéramos, cada mañana nos dábamos cuenta del color violáceo de los pies, de la insensibilidad de los dedos. Y ahí, al desamparo de cualquier atención médica o humana, nos convertíamos en nuestros propios cirujanos, mutilando nuestras extremidades gangrenadas. Muchos no resistían el dolor y firmaban aliviados su acta de defunción.
Fueron innumerables las veces que me pregunté por el sentido de seguir resistiendo, de seguir tolerando la cruel tortura, si al fin y al cabo todos nos encaminábamos hacia la misma picadora de carne; pero algo muy adentro mío se negaba a responder y con un automatismo inexplicable soportaba el cansancio y el sueño postergado, mirando de soslayo a las ratas que atravesaban las púas de los alambrados para hacerse del sarnoso festín, devorando la carne de los dormitados cuerpos.
Pero un día todo terminó. Se dio de manera tan abrupta y repentina como aquel lejano comienzo. Milagrosamente se abrieron los portones de par en par y nos dejaron salir.
Debo confesar que aun no tengo la clara certeza de cómo hice para sobrevivir a todos estos martirios, o a la despiadada y capital maquina asesina del tercer Reich. Tampoco poseo una noción manifiesta del tiempo en el que estuve encerrado, viendo a mí alrededor gente morir, matar, llorar y enloquecer. Sólo sé que estoy vivo, caminando junto a otros en esta gran marcha, tratando de no voltear la mirada, dejando atrás ese pasado, y desafiándome a no perecer en el voraz e inmediato futuro, en un acto más de mi obstinada resistencia hacia la muerte.
Brillante aunque terrible descripción.
ResponderEliminarBuenísimo, Gusss!!! Y muy buena idea la del blog! Espero que subas otro prontooo, besos!!
ResponderEliminarMari: gracias por tu comentario y por convertirte en mi primera seguidora...Besos
ResponderEliminarLau: Primita querida, siempre estás!!! Prometo subir otros cuentos con celeridad...Besos
Este relato lo conozco... y tiene demasiado de cierto.
ResponderEliminar